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Ilustraciones de @burdo.666

Los disidentes de la Asamblea de Dios

Ante la inacción del Estado brasileño frente a la llegada del coronavirus, la fe religiosa se viraliza. Esta es la historia de una valiente pareja de evangélicos en una favela del suburbio de Río de Janeiro: se abrieron de una de las más grandes iglesias evangélicas en Brasil, la Asamblea de Dios.
 

Soledad Domínguez

La Iglesia evangélica “Além do Nosso Olhar” del suburbio de Río de Janeiro adoptó una actitud responsable: sus dos pastores, Jairo y Katia, pidieron a sus seguidores por Whatsapp y redes sociales que se quedaran en sus casas. 

Transmiten los cultos por Facebook y Wesley, el hijo mayor de esta pareja de pastores, pidió  donaciones: en las stories muestra en vivo las filas humanas – manteniendo más de un metro entre cada persona – y cómo se pasan las bolsas con alimentos de brazo a brazo. A pocos días de decretada la situación de emergencia en el estado de Río de Janeiro, el pastor Jairo me preguntó por messenger si me encontraba bien, enviando un deseo de Jesucristo de paz y salud.

Mientras tanto, de acuerdo a declaraciones de Jair Bolsonaro, iglesias de congregaciones evangélicas masivas que lo apoyan, le pidieron realizar un ayuno nacional para librarse de ese “mal” del COVID19.  El presidente de Brasil atribuye a Dios la cura y no a la prevención del aislamiento social.

Este texto ya estaba terminado cuando la pandemia del coronavirus llegó a Brasil. No es otro texto más sobre el coronavirus, es sobre la fé, que mueve favelas.

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No fue un milagro que el pastor Jairo dos Santos, hace ocho años, intercediera para liberar a un joven rehén de ser asesinado. A fin de cuentas, en las favelas de Río de Janeiro, los bandos del narcotráfico respetan a los líderes evangélicos. La diferencia es que el liderazgo de Jairo no se mezcla con intereses económicos y promesas de salvación divina a criminales.     

Era domingo y Jairo dirigía el culto. Uno de los jefes del bando le había pedido permiso para dejar el auto en el terreno de la iglesia con la promesa de que no molestaría ni se metería con nadie. Pero en medio a la ceremonia, Jairo percibió algo raro afuera. Dejó a la pastora Katia Ezoite, su esposa, a cargo de los fieles y salió a buscar agua. Fue cuando escuchó una voz desde el auto de vidrios polarizados. “Auxilio, auxilio, pastor, me van a matar”, reproduce hoy, imitando con voz áspera y desesperada al chico de quien nunca supo ni nombre ni paradero. 

Katia también recuerda. Mientras habla, camina descalza por el piso de cerámica blanca y fresca de esta iglesia. Por la ventana, una gallina mete el pico. A lo lejos, una casa abandonada de techo en forma de hongo y puerta de chapa. Katia cruza las manos sobre el pecho y repite que aquella noche, Jairo golpeó a esa puerta donde el bando contaba pilas de dinero, armas y droga alrededor de una mesa.

Jairo sigue:

— Algo me impulsó, fue una guía. Les pedí que corrieran el auto porque entorpecía el acceso. Ahí les pregunté quién era ese chico encerrado– dice arremangándose la camisa blanca que contrasta con su piel negra. 

Como el jefe dormía, los otros dudaron. Pero el pastor no se movió del umbral de la puerta cuando les dijo “la vida no se le quita a nadie” y ellos no tuvieron qué responder.

Mientras Katia animaba los cantos de júbilo pentecostales para sofocar su propio temor, afuera, movieron el auto. Con autoridad, Jairo les preguntó “¿ahora lo van a soltar?”. El chico salió corriendo barranca abajo. Jairo mantuvo unos segundos las puertas entreabiertas para mirar con atención dentro del carro: no vio más que manchones de sangre. “Con haber liberado a esa vida ya está”, les dijo. Y regresó al culto.

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Desde arriba y a la luz del día, Vila Centenário parece un barrio tranquilo. Uno que otro vecino camina cuesta arriba por el asfalto irregular. Se saludan. Pasa alguna moto. Parece una vida normal de suburbio. El silencio que habita este lugar por entero transmite una amenaza latente. Si los ladridos de perros son muchos “es señal de peligro”, cuenta Katia. Hay marcas de balas en los paredones, incluso de la cantina de la iglesia. El silencio también se corta por el ruido de las recolectoras. “Se acercan las elecciones locales. Ahora recogen la basura, pintan”, suelta Jairo.

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Esta colina, inclinada a unos perfectos noventa grados, se llama Morro do Sapo. Depende del municipio de Duque de Caxias, el sexto con mayor tasa de homicidios del estado de Río de Janeiro que está en la Baixada Fluminense: una región de trece ciudades. Solamente el municipio de Duque de Caxias cubre cerca de 467,6 kilómetros cuadrados, casi igualando a la ciudad de Montevideo. 

En enero de 2019, la Baixada lideró el ranking de crímenes de todo Río de Janeiro.

Austera y precaria, esta iglesia independiente que se llama “Projeto Além do Nosso Olhar” (Proyecto Más Allá de Nuestra Mirada) no tiene bancos de iglesias, sino sillas de plástico que apilan para adaptar el espacio. Hay un baño con cortinas de colores, cuatro ventiladores que emiten el sonido de turbinas de avión, flores artificiales en diferentes macetas, una batería y amplificadores de sonido para el culto. En la lista de compras urgentes, está lo que manda el reglamento: la compra e instalación de un extinguidor de incendios.

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En mi primera visita, la pastora insistió en buscarme en la estación de tren para subir juntas. Llevaba el pelo recogido a la gomina, anteojos, pollera por debajo de la rodilla y camisa sin mangas, cerrada hasta el último botón. A pesar de sus 47 años, parece una señora de 57. Pero su carácter expansivo y efusivo la rejuvenece al hablar. Rápidamente, contactó al uber local que se llama Grupo Amigos del Centenario y que maneja la gente de la comunidad. Como ningún servicio de taxi ni uber oficial entra, los vecinos crearon un aplicativo pero terminan usándolo más por whatsapp: envían la identificación de la placa y foto del conductor para asegurarse de que sea un conocido. Al entrar a Vila Centenario, Katia y el conductor, Marquinhos, cumplieron con el protocolo de rutina en las favelas de Río de Janeiro: bajar las ventanillas para mostrar quienes van adentro.

— No es fácil estar acá pero es donde nacimos, vivimos, donde está nuestra misión, donde Jesús nos colocó – dice Katia.

— ¿Qué pensás al salir de tu casa

— Pido protección para todos. Y a veces siento una mezcla de fe con miedo. 

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En los años ochenta, cuando Jairo era soltero y joven, entró al ejército brasileño. Eran los primeros años de la democracia. Fue soldado de 1986 a 1992. Como buena parte de los jóvenes de favelas, vio en esa institución la posibilidad de progreso y estabilidad de una carrera. Aspiraba a pasar a la categoría de “taifeiro”, una función militar de ayudante de cocina de las Fuerzas Armadas. Pero en esa institución de tan jerárquica y cerrada, Jairo se quedó en el intento. 

Por aquellos años, los grupos del narcotráfico operaban en este territorio del Morro do Sapo y se dividían en unos tres o cuatro pedazos y comandos, según recuerdan Jairo y Katia. Hoy opera solamente uno: el Comando Vermelho. 

Reclutaban a jóvenes para entrar a las filas jerárquicas del narcotráfico. Las amenazas entre bandos eran frecuentes, un modus operandi que funcionaba por chantajes y maldades que a veces no distinguía entre enemigos, conocidos y amigos. Por seguridad, Jairo tuvo que salir de la comunidad por un tiempo . 

— ¿Cambió algo hoy? 

— Continúo viviendo en el pasado, en la misma violencia. Y la misma falta de oportunidades y desprecio hacia los negros. Queremos ayudar a que los niños y jóvenes no elijan caminos equivocados. 

— ¿Qué opciones tienen los jóvenes del narcotráfico?

— Salir, morir o ir presos en condiciones deshumanas. 

Eso le dijo Jairo al “maquinista”, un adolescente que vendía droga y murió de un disparo policial. 

Una niña tocó a la puerta de la casa de Jairo y Katia. Sin identificarse, y como si fuera una aparición celestial, les pidió ayuda desde el umbral de la puerta. “¿Podrían vestir al maquinista para el funeral”? Entonces, para ese pasaje de preparación hacia el “otro mundo” que entienden los cristianos, el cuerpo fue vestido con las ropas que el pastor y sus hijos consiguieron dentro de algo tan íntimo como sus propios armarios. Días más tarde, el padre de “el maquinista” apareció. Y se acercó al pastor para agradecerle la ayuda. 

Jairo tiene 53 años, barba ondulada de canas y cuenta las historias con los ojos fijos en el portón de entrada. Lo observa como un guardián, como si algo pudiera pasar. 

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En Brasil, el evangelismo crece, y su presencia es cada vez más notoria con el resto de América Latina. En la región del Papa católico, casi el 20% de la población es evangélica: se ha duplicado cada década las últimas seis décadas. El evangelismo está creciendo y apoya a gobiernos y políticos conservadores en diferentes países.

En el gigante sudamericano, la mayoría de la gente es religiosa y la campaña electoral de Jair Bolsonaro, analiza Magali Cunha, la periodista y doctora en Ciencias de la Comunicación, “apeló a los valores del imaginario evangélico conservador: familia tradicional, sus discursos moralistas y el control de los cuerpos de las mujeres”. 

El censo brasileño de 2010 muestra que el 22,2% de la población total se declara evangélica. En el estado de Río de Janeiro, de casi 16 millones de habitantes, ese porcentaje alcanza el 29,4%. En 2019, algunas proyecciones arriesgaron a que ese porcentaje rozaría el 50% y que en 2032, a nivel nacional, alcanzaría el 40%.  Y ese avance se viene dando también en el terreno político: en 2018, en la Baixada Fluminense, 15 candidatos evangélicos fueron electos, la mayoría con un fuerte discurso moral sobre el combate a la violencia, la defensa de la familia tradicional y atacando una supuesta “ideología de género”. Sin ir más lejos, el alcalde de Duque de Caxias, Washington Reis de Oliveira es de la Asamblea de Dios, la más popular del país. Y la ciudad de Río de Janeiro tiene como prefecto a Marcelo Crivella de la Asamblea Universal, quien procura reelegirse en 2020. 

Cuando Katia y Jairo pertenecían a esa iglesia pentecostal, mucho antes de independizarse y fundar “Projeto Além do Nosso Olhar”, algo les empezó a molestar.    

— Fueron doctrinas asociadas a la idea de acumulación, a un “dar para recibir”, a campañas de recaudación. La llamada teología de la prosperidad. Pero no hay que darle dinero a Dios para obtener algo. Él cura, no especula con propósitos – explica Jairo.  

La teología de la prosperidad llegó a Brasil en 1977 con Edir Macedo, fundador de otra Iglesia, la Universal del Reino de Dios, de la corriente neo pentecostal. En un movimiento creciente, otras tantas adhirieron a esos principios: la salvación divina gracias a una acumulación financiera, interpretando pasajes del evangelio basados en la idea de la multiplicación. La consecuencia de la fe, relacionada a la donación gestionaría la prosperidad y el éxito personal. 

— ¿Qué significa eso para el pobre que no puede contribuir? ¿Que no va a progresar en la vida y que está condenado a seguir así? Eso no es verdad – afirma Jairo.

— ¿A qué congregación pertenecen ahora? 

— A ninguna, son como estructuras políticas. La iglesia es de la comunidad. 

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La favela es una comunidad. La llaman comunidad y emociona la gran humanidad en las pequeñas cosas. La solidaridad tiene una fuerza colectiva llena de dignidad. Se cuidan y apoyan unos a otros de diferentes maneras, en actos rutinarios y con ganas de cooperar. Lluvias recientes en el estado de Río derribaron el techo de la casa de una vecina de este barrio. Bajo el liderazgo de uno de los hijos de los pastores, recaudaron entre todos dinero suficiente y se organizaron para reconstruir el techo. También pasa que entre vecinas tengan las llaves de una y otra casa. En caso de tiroteos e intervención policial, si una está en el trabajo –generalmente lejos – y no llega a tiempo, es ley natural que la otra se disponga a entrar a la casa a ver a los hijos para acompañarlos y protegerlos. Reunir dinero en la cuadra y hacer una gran sopa, una comida popular en Brasil – y en otros países de la región – con legumbres, pollo y garbanzos y otros granos que se comparte como en esta escena, en un almuerzo de fin de semana. Donde hay dos, hay tres; donde hay cuatro, hay cinco; donde hay cinco, puede haber seis.

Los sábados, Vila Centenário tiene clima festivo. No hay música pero sí mucho sol, movimiento en la cuadra y menos sensación de peligro. La iglesia es el escenario de una práctica de karate. El pastor, trece chicos y chicas y un profesor hacen ejercicios desde temprano. En postura de avance, con los puños cerrados, saltan hacia donde se lee, en lo alto, “Si confiás, verás la gloria de Dios”, único indicio de que es un templo religioso.

Katia, de calzas floreadas, en otra sala, prepara unas luminarias para la actividad del domingo para niños. Acomoda latones de leche NINHO. Pone uno arriba del otro y los reviste con papel crepe rojo para que simulen una flor. Atiende una llamada con la tijera en la mano. Recibe a un pequeño de seis años, descalzo y con el kimono de karate que le extiende la mano, pidiéndole las invitaciones para el día siguiente. Ana Paula da Costa, amiga de Katia, entra por el portón abierto, cargando dos bolsas de espinacas, golosinas y una sonrisa que se le marca más en los ojos que en la boca.

La preocupación y el foco de Katia son los chicos. Hace lo posible para mantenerlos en el mundo de los dibujos, el alfabeto y el refuerzo escolar. Leen historias bíblicas y hablan sobre igualdad de condiciones y racismo. “Es necesario invertir en educación para que tengan oportunidades y no caigan en el crimen”. Y se refiere al proyecto de ley federal que propone reducir la edad penal a 16 años. “Reducir la edad no es la solución”, repite. 

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Aline Macedo y su esposo, ex vecinos, vinieron de visita y ayudan a limpiar el terreno. El pastor se seca el sudor con una toalla y carga unas cajas con alimentos. Una ong se las envía y ellos la distribuyen a quienes más necesitan. “No tiene sentido ir a casa de alguien, ver que le falta comida en la alacena, rezar e irse. La materia precisa alimento. En eso, Jesús era muy concreto”, dice.  

Katia coloca sobre la mesa tres ollas con pollo, feijão y arroz. Se sirven y conversan sobre los impuestos que los romanos le cobraban a los judíos; hacen analogías con el contexto brasileño actual.

Cuando todos terminan de comer, el pastor se levanta y toma su primer plato.    

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En la cartelera de la iglesia, hay información del “Disque y Denuncie 180” en casos de violencia contra la mujer. “Contar un abuso no es fácil y menos en una iglesia. A algunas les cuesta expresarse, otras no saben escribir y eso las inhibe más”, cuenta Katia que coordina un grupo de mujeres donde comparten lo que les pasa y las conecta. Y eso incluye la violencia. Se llaman Las Agraciadas que, explica Katia, viene de “gracia” en sentido religioso.

El Dossier de la Mujer de 2018 muestra que en la Baixada Fluminense se registraron 29.040 casos de agresiones contra mujeres. El informe destaca: 10.950 de lesiones físicas; 78 homicidios; 9.023 amenazas explícitas. Y en el estado de Río de Janeiro, por día, 4 mujeres sufren violencia física y 12 son víctimas de violación y a cada 5 días ocurre un femicidio. Cada número tiene una historia de vida. 

Es frecuente escuchar en el medio evangélico que en situaciones de violencia doméstica, la actitud del agresor puede ser combatida con el poder de la oración. La teóloga Valeria Vilhena de la Universidad Presbiteriana Mackenzie dice que cuando esa mujer busca al pastor, normalmente éste le aconseja mayor sumisión en nombre de Dios. La hermenéutica de la teología fortalece así el cuadro de violencia.

Katia confirma: 

— Con rezar no alcanza. Hay que hacer algo más. Es común escuchar decir que “la víctima llevaba ropa provocativa”. Pero las violaciones también suceden usando con pantalones.

Hace unos meses, supieron de la violación de una adolescente de 14 años por su padrastro. Como es un hombre allegado al barrio, se adelantó a llamar a los pastores para decirles que cualquier cosa que escucharan sobre él, sería pura difamación. Katia y Jairo desconfiaron y al escuchar a la chica, la auxiliaron para realizar la denuncia. 

A fin de mes, Las Agraciadas y una iglesia católica de Duque de Caxias que se llama Nossa Senhora Aparecida, van a participar en una manifestación contra la violencia de género. Además, se unen a la campaña Noviembre Azul contra el cáncer de próstata y ellas animan a los hombres que van al culto, a hacerse los exámenes clínicos. 

Sin reivindicaciones explícitas a los derechos humanos, el grupo se moviliza bajo el lema de que defienden los pastores: “Para Dios, el plan para las mujeres es de inclusión, no de exclusión”.

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El imaginario evangélico conservador, además de enfatizar los valores de la familia tradicional también controla el cuerpo de la mujer. Y eso se expande a todos los campos. La actual Ministra Damares Alves, evangélica, al frente del Ministerio de la Mujer, los Derechos Humanos y la Familia dijo en una audiencia que “en la doctrina cristiana, entendemos que en el matrimonio entre hombre y mujer, el hombre es el líder. Esa es una percepción de mi fe”.

En setiembre, Vila Centenário se conmocionó por un femicidio que salió en el noticiero. Un hombre entró a una casa, mató a tres mujeres y se dio a la fuga dejando los cuerpos tirados y a una abuela y una niña, petrificadas del horror en un rincón. Dicen que una de las víctimas era ex pareja del agresor. Katia cuenta que una de las tías de las víctimas se mudó de barrio. 

Otras historias no se denuncian, pero llegan de boca en boca, hasta por parte del propio agresor. Uno de los jefes del bando del morro golpeó a su pareja en los senos produciéndole un hematoma. Apareció ante Jairo pidiéndole que orara por él. Furioso, Jairo reproduce el diálogo y gesticula mirando al aire, como si lo tuviera de nuevo adelante. “¿Vos estás loco? Tenés que cuidarla”.

— ¿Y por quien oró? 

— Por ella.    

***

María Albertina entra en silencio a la sala que se ubica a la entrada de la iglesia, donde Katia decora las luminarias. Tiene 65 años y hace más de 5, mataron a su hijo en una enredada policial. Se sienta y escucha, acompaña lo que los otros hacen, pasiva, como un pasatiempo que la distrae de una angustia. Apoya las manos – una sobre otra – y cuenta lo que hace cuando se entristece. Menciona al Espíritu Santo:

— Me siento al borde de la cama y rezo y me viene una especie de alegría que me reconforta por dentro. 

Claudio, marido de Ana Paula, es albañil y colabora con el revoque de las paredes desgastadas de la iglesia. Es del norte de Brasil, fornido, blanco y tiene la nariz chata. En la época que buscaba dejar el alcohol llegó a la iglesia. Una tarde que pasó frente al terreno, vio a Jairo intentando ordenando unas chapas que irían en el techo. Claudio encontró entonces un pretexto perfecto para acercarse: ofrecer ayuda y contar su historia entre las vigas.  

— ¿Qué encontraste acá?

— Me recibieron y escucharon sin juzgar. 

— ¿Qué te mantiene? 

— La fuerza de la Fe, algo que no sé explicar.

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Esta crónica hace parte de un intercambio entre Cartel Urbano y Revista LATE.
 

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