
El olor del café de máquina
Breve ficción sobre un amor ortopédico y desmembrado.
Ya me he acostumbrado al aroma estéril y al color blanco con tonos verdosos de las paredes y pisos del hospital. Mientras espero en la silla a que la recepcionista diga mi nombre, gasto el tiempo adivinando qué ocultan los aromas higiénicos. Hoy olfateo rastros de orina y un ligero toque metálico, o sea, un poco de sangre. Hoy no huele a mierda, no como ayer. Todo esto disfrazado con alcoholes desinfectantes que en lugar de desaparecer la pestilencia en su totalidad, se amalgaman en esencias de varias capas, limpias pero asquerosas al mismo tiempo.
Harto de catar olores, cojeo hasta la máquina del café. Olfateo y bebo la paz caliente de aquella taza desechable.
Al regresar a la hilera de sillas en la sala de espera, veo a una mujer de figura delgada y estilizada. Tiene rostro de muñeca, labios gruesos y ojos claros entre verde, azul y gris. Nada común. Tiene un perfume que ilumina este sótano de olores innombrables. Lleva puesto un gabán para el frío, abierto, que me permite ver lo que hay debajo. Para no darle a esta historia un tinte pornográfico, solo diré lo siguiente: nada tiene que envidiarle a una top model.
¿Qué puede estar haciendo en el pabellón de rehabilitación y ortopedia semejante mujer?
Me acerco a Isabel, la recepcionista, con la intención de satisfacer mi curiosidad. ¿Quién es ella? ¿Cuál es su historia? ¿Por qué está aquí?
Debo aclarar que Isabel no es precisamente el ángel de la amabilidad: una mujer con medio siglo de vida, tan robusta que los nudillos de sus manos no se pueden ver. Usa gafas con cadenilla dorada para colgárselas en el cuello. A pesar de su temperamento, me las ingenio para que acceda a darme lo que quiero.
Se llama Aura. Fue modelo. Me gusta ese nombre, Aura, es corto, brillante y aéreo, casi como Aurora, pero más ligero. Al preguntarle a Isabel el porqué de ella en este lugar me cuenta con una ligera alegría lo que le ocurrió. En una sesión de fotos en la rivera del Nilo, supuestamente estaban tomando un descanso y nadie se dio cuenta de los cocodrilos. Después de perder el brazo abandonó el modelaje. Isabel no puede ocultar su sonrisa cuando dice “Quién iba a pensar que un cocodrilo se le llevara un brazo a la que salía vendiendo carteras de piel de cocodrilo. ¡Eso es karma!”
Suena como a una historia inventada por una vieja chismosa, pero veo que en efecto el gabán oculta la ausencia del brazo derecho. Su rostro refleja algo de tristeza y melancolía.
Aura, Aura, me gusta ese nombre.
Me digo a mí mismo: es una mujer inalcanzable, modelo de revistas, hermosa pero ahora deforme, incompleta, y su rostro me dice que también está deshecha por dentro. Es perfecta para mí.
Voy por dos cafés de la máquina. Me siento a su lado y le ofrezco una taza.
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