“El poder de la autogestión es desbancar a la institucionalidad”: Pasajero y sus siete años al frente de Asilo Bar
Esta charla indaga en una vida anónima dedicada a pilotear los movedizos suelos de la independencia, de los que ha salido triunfal.
Pasajero (37 años) estuvo a punto de cancelar esta entrevista. En la sala de su apartamento, rodeado por carteles de algunas fiestas en Asilo Bar -su más reconocida creación- confesó que estuvo echándole cabeza al encuentro, preguntándose por qué la insistencia en entrevistarlo a él. El titubeo no era descabellado: la presencia de un periodista en su casa significa bajar la barrera de protección de ese anonimato labrado durante años y que también ha sido el sello de sus proyectos: Asilo Bar, Festival Ansia, Cinema Punk, Feria Internacional de Cine Independiente de Bogotá y SZEX. Esas son solo algunas de las iniciativas que, junto a amigos y conocidos, ha emprendido este personaje formado a fuerza de cine, descontento, postpunk y golpes.
Y es que para este tipo, alguna vez estudiante de Ingeniería de Sistemas en la Universidad Piloto, carrera que abandonó para invertir su tiempo en el cine y la literatura, el anonimato no es un capricho. Cansado de un medio cinematográfico afanado por la fama y el buen nombre, y de un medio cultural donde se alardea sobre la paternidad de los proyectos, Pasajero decidió desligarse de ese ambiente. La forma de hacerlo: afincarse en el anonimato, internarse en la movida de una Bogotá que, en el subsuelo de las grandes instituciones y medios, bulle cultura. Y eso que alguna vez soñó con tomarse fotos en Cannes.
A lo ‘indie’ llegó cuando dirigía, junto con el colectivo Icaroscopio, el cineclub de la Biblioteca El Tunal. Los martes, en un auditorio que comenzó a frecuentar tras su fastidio con la academia, realizó diferentes ciclos y hasta invitó a pesados del cine nacional como Carlos Mayolo y Luis Ospina. Sin financiamiento, contando sólo con la voluntad de los asistentes, mantuvo como a un hijo a este cineclub, al que luego le aparecería un hermano en forma de bar: ‘Por qué corre el señor R’. Allí, en un local sin letrero ubicado en La Candelaria, Pasajero se estrenó como administrador y como DJ. Pinchando desde Lou Reed –su mayor referente musical- hasta Tom Waits, pasando por los grandes referentes del rock y punk, este bar comenzó a gestarse un público que hoy se reúne en Asilo, ese templo del underground bogotano al que anteceden una casa productora, un café internet, varias bandas y la calle.
Fotos de Daniel Sierra.
***
¿Cómo conoció la música de Lou Reed?
Es una historia muy loca. Fue por una novia que tuve. Una vez me llamó y me preguntó: “Oiga, ¿usted ha escuchado a Lou Reed?” y yo no tenía ni idea. Nosotros hablábamos mucho de bandas, pero esa vez me dijo solo eso, colgamos y ya. Al otro día fui a la Luis Ángel Arango a buscar sobre Lou Reed, pero no había nada. No tenían ningún disco, pero tenían un libro que se llama Atraviesa el fuego [Editorial Mondadori, 2000], que tenía todas las letras de sus canciones. Entonces fue curioso, porque lo primero que yo conocí fueron las letras, sin saber cómo era la música. Después fui al centro, me compré un CD y ya, quedé enganchado. No creo que haya sido algo diferente del porqué se han enganchado todos de Lou Reed y es porque rompió la música en dos. Todas las bandas venían hablando de “quiero conocerte”, “estoy enamorado de ti”, “salgamos” y este man llega a hablar de heroína, de un man que se chutea, de gente que espera el dealer. Muchos dicen que es el abuelo del punk y estoy de acuerdo, para mí fue el primero que hizo una cosa totalmente diferente y se sentía que era honesto, nada pretencioso. Explorar las letras y la música de Lou Reed fue un descubrimiento vital y de ahí creo que se despega todo: Bowie, Iggy Pop y un montón de cosas.
En un momento de su vida se volvió muy afín a la Luis Ángel Arango, ¿por qué?
Yo siento que en esa ruptura que tengo con la carrera, con esa desilusión que tuve con la academia, los libros fueron lo primero a lo que yo me volví adicto. Incluso antes que al cine. Varios amigos melómanos se acercaron fue a la música. Recogían plata para comprar discos en la 19 o casetes, pero en esa época yo no tenía plata, los discos eran muy caros. Lo primero que conseguí, entonces, fueron libros, porque eran gratis. Me inscribí a la Luis Ángel y podía sacar lo que quisiera, el máximo de libros, que eran tres y uno podía tenerlos toda la semana. Muchas veces me quedé todo un día leyendo o madrugaba para encontrar la sala más vacía y poder leer. Ahí empecé con Lou Reed, Nietszche, Rimbaud…
¿Cómo pasó de la literatura al cine?
El cine llegó en medio de esa decepción y esa búsqueda de nuevas cosas. Entre todo eso aparece León Tolstoi. Yo era fanático de una emisora, la HJCK, en la que pasaban mucha música clásica y tenían un espacio en el que anunciaban eventos culturales. Avisaban de ciclos de cine en el Centro Cultural León Tolstoi, concierto de filarmónica en la Nacho, los conciertos en la Luis Ángel en la mañana, y el cineclub me empezó a llamar la atención. Salir a La Candelaria fue un descubrimiento muy interesante, porque antes no había otra cosa más allá de salir de la casa al colegio o al parque con los amigos del barrio. Salir a La Candelaria significó conocer la Luis Ángel y después el instituto León Tolstoi y su cineclub El Muro. Allá la primera película que vi fue El Evangelio según San Mateo de Passolini y desde ahí quedé enganchado. Uno estaba acostumbrado a Cine Colombia, a crispetas y Pepsi y ver cine en una sala diferente, con un público reducido, en una sala en un centro cultural ruso, llena de cuadros y un cuarto con un montón de latas abandonadas, con una fotocopia que informaba sobre la película, me llamó la atención y ahí seguí viendo cine sin parar.
¿Cómo era esa escena de los cineclubes en Bogotá, también caracterizada por lo underground?
Recuerdo que fue una de las mejores épocas de mi vida. Después de esa decepción académica, tener un cineclub fue muy del putas. Queríamos pasar las películas que se nos diera la gana y hacer lo que se nos diera la gana y así lo hicimos. Yo creo que cuando a uno le gusta mucho algo, estoy casi seguro que todos en algún momento, hemos pensado que eso que vemos podría ser mejor. No sé… si a uno le gusta mucho la fotografía, en algún momento va a ver una fotografía y va a decir “puede ser mejor”, o una canción, siempre hay algo que a uno lo llama a eso. Cuando yo iba a los cineclubes de El Muro no me gustaba mucho la charla. Decía: “¿Que es esta vaina tan vacía? Podrían profundizar más en el autor o en el contexto del país”. Después, cuando me encontré con Andrés Caicedo y toda esta historia del cineclub de Cali y empecé a consultar estos libros que eran los escritos que hacía con Mayolo en el cineclub, empecé a ver algo más claro. Algo así quería hacer yo.
En ese momento me di cuenta que me gustaba mucho la interacción con el público. Llegar a otros públicos. Eso era vital para mí. Sobre todo, a una población desconocida. En el cineclub de El Tunal iba gente de todo lado, bajaba mucha gente de Ciudad Bolívar, de San Carlos, del Olarte, del sur, todos muy interesados por el cine. Con eso pudimos también desmitificar el arte: presentar la Nueva Ola Francesa no solo en las universidades o en el Museo de Arte Moderno. Había pelados desocupados que iban allá y les gustaba, personas de la tercera edad que no tenían nada qué hacer también iban allá. Hubo una persona que se volvió muy amiga del cineclub y llevaba a su nieta. Ese tipo de cosas eran muy ásperas, me cautivaron mucho e hicieron que me metiera de cabeza en eso.
“Mucha gente que va a los toques va es a emborracharse y a mí eso me raya, porque no van por apoyar a la banda o a escucharlos. Al final pasa como en otras tribus y terminan estigmatizándose y uniformados, todos con chaquetas de Eskorbuto”
Hoy usted tiene algo parecido con Cinema Punk. ¿Cómo nace ese proyecto?
Nosotros tenemos una feria de cine independiente que se llama FECIBogotá y el año pasado, durante la curaduría de las películas, me encontré con un documental sobre el punk en España, sobre la movida madrileña antes, durante y después de su existencia, y el tráiler se veía muy bueno. Le escribí al director que si podía pasar el documental y me dijo que de una y ahí nació la idea de un espacio de solo cine punk, también para indagar sobre ese tema tan manoseado. Recuerdo que la premisa de la primera vez que lo presenté, fue decirle a la gente que ya no íbamos a pasar ciclos de los grandes cineastas: Gracias Godard, gracias Fellini, nos hicieron mucho bien, pero ya vamos a pasar a otras películas y sobre todo películas de los amigos y cine más independiente. Ya se han pasado muchos ciclos a lo largo de la historia sobre grandes cineastas y es importante que se siga haciendo, pero yo ya no quiero hacer eso. Bajo esa premisa nace Cinema Punk, que ha sido un espacio colaborativo muy áspero y que se ha construido solo con las ganas de hacerlo. Antes de las películas pasamos videoconciertos de bandas de punk, unos amigos venden cerveza artesanal, una amiga vende empanadas veganas, invitamos a librerías independientes para que traigan sus stands. Se genera una comunidad de cooperación entre los círculos muy severo, algo que no pasa en Cine Colombia, donde hay cine muy comercial, pasan cortos pésimos, es re caro, es un espacio aburrido. En cambio en Cinema Punk se genera una comunidad interesante, mucha gente va en bici y con su aporte solidario en la entrada, hacen que el espacio siga vivo.
¿Cómo ha sido el cambio en la escena de los cineclubes?
Curiosamente ahora es más informal. En El Tunal teníamos un auditorio para 250 personas que muchas veces llenamos. Cuando pasamos la propuesta nos dijeron que el único espacio era los martes y nosotros lo tomamos. ¿Por qué no? Obviamente al empezar fue difícil, pero después tuvo mucha acogida. Creo que lo que ha cambiado es que está fuera de la institucionalidad. Ya no se hace en un auditorio, sino en un bar; ya no son películas de grandes cineastas, sino de los más contemporáneos y no tan conocidos.
Que de alguna manera son los espacios en los que ha preferido estar…
Es verdad, me siento más cómodo.
¿Por qué?
Un montón de cosas. Son más divertidos… He llegado a pensar que hay varias maneras de llegar a lo independiente y eso es muy claro. Hay gente que llega a lo independiente por una condición económica: no hay plata para el súper proyector o la súper sala, entonces se hace en un garaje con sillas. Hay gente que tiene recursos, pero está en lo independiente porque le gusta. Tiene la plata, y no es que eso sea malo, pueden tener carro, traer bandas, pero prefieren este ambiente. Y a los otros, que es donde me incluyo, nos apasiona. No vimos ninguna otra opción posible para hacer lo que hacemos sino de esa manera. La palabra contracultura es algo muy fuerte. Es ir siempre en contra de todo. No por capricho, sino porque hay que demostrarle a la gente que hay otras maneras de hacer las cosas y yo siento que uno puede incitarlas realmente. No es por armar parches severos, que es algo que pasa mucho en el mundo del arte, porque se vuelve algo muy elitista en cierto modo y que se hace para los amigos. ¿Qué pasa con ese otro gran porcentaje de personas? A mí me parece más áspero llegarles a ellos con otras propuestas que, si ni el gobierno, ni la alcaldía, ni nadie apoya, pues es cuestión de poner una tela en un parque y pasar una película para todo el mundo. Esos acercamientos me parecen muy chéveres y los defiendo a capa y espada. Antes no tenía los recursos, pero ahora que los tengo me sigue sin interesar meterme ahí [en la institución], aunque exista la posibilidad de hacerlo más grande, de traer más pelis, de mejorar el espacio… Es mostrarle a la gente que no necesita del permiso de nadie para hacer las cosas.
Qué es algo muy punk, también…
Sí y no. Ahí es donde yo difiero mucho con eso porque conozco un montón de gente que no es punk y vive de esa manera. Yo no me considero punk, en realidad. Muchas personas me catalogan ahí, pero cuando yo conocí la escena punk me desanimé un poco. Los primeros punks que yo conocí fueron del barrio: jóvenes que no sólo se hacían la cresta para salir el viernes de farra, sino que eran así, y salían a comprar el pan con sus esqueletos y camisetas de bandas y jugábamos en la noche en el parque y luego a beber. A mí el punk, musicalmente, me llegó por eso. Me interesó mucho conocer los Sex Pistols, que es lo primero que uno conoce, porque la mayoría eran de la clase obrera inglesa, vivían en barrios marginales y con esa rabia metida en la sangre, de ahí salen sus canciones. En contraposición están los Ramones. No todos los Ramones tenían plata, pero Joey Ramone sí, la mamá tenía una galería de arte, entonces era una banda más artística. Y yo siempre he visto esas dos vertientes, aunque puede haber más, y siempre he preferido esa clase obrera, por decirlo así aunque yo no lo haya sido. Pero claro, vivir en el sur te marca, ir a los conciertos en el Restrepo y en el Olarte te marca… vivir cerca al Policarpa, que fue un barrio de izquierda y se liberó por sus mismos habitantes, marca. Entonces conozco esta escena punk y voy descubriendo que muchos tienen mucha plata, que todos andan con Dr. Marteens, chaquetas de cuero costosas, de vacaciones se van a Nueva York o Berlín y me decepcioné. Lo critiqué mucho un tiempo, pero luego dije: No importa, si tienen el dinero para comprar discos o la buena percha, bien. Pero siempre me va a interesar más el otro: el que no lo hace por moda, sino porque realmente es su necesidad. Algo como lo que se ve en Rodrigo D. Ellos vivían así, apasionados por la música, pero también tocados por la violencia y el desplazamiento. Entonces hay dos visiones diferentes, validas, claro, pero siempre me pareció más interesante una de ellas, la más honesta. Mucha gente que va a los toques va es a emborracharse y a mí eso me raya, porque no van por apoyar a la banda o a escucharlos. Al final pasa como en otras tribus y terminan estigmatizándose y uniformados, todos con chaquetas de Eskorbuto.
Ahora hay un punk más consciente. Ahora la gente es más consciente de ser más consecuente de las cosas que hace, de lo que pasa.
¿Qué pasó después de ‘Por qué corre el señor R’?
Después con mis socios decidimos montar otro proyecto, algo más grande, una casa cultural que se llamó la Mansión de la Araucaima, por la película de Carlos Mayolo, una adaptación de la novela de Álvaro Mutis. Queríamos mantener el cineclub, tener una galería para exposiciones, tuvimos un estudio de fotografía. Fiestas muy de vez en cuando, no queríamos que se convirtiera en un sitio de fiestas, aunque sucedían casi todos los días... La idea era tener una casa cultural donde pudiéramos hacer cine en forma.
Esto tiene que ver mucho con el cineclub de El Tunal. Allá organicé un evento que se llamó ‘Un tributo a Caliwood’ y un amigo cinéfilo que estudiaba en Black Maria, me dijo que él tenía el contacto de Mayolo. Yo ya tenía el contacto de Luís Ospina, porque me lo había encontrado un par de veces. Hicimos toda la gestión y los llevamos hasta la biblioteca, a Mayolo y a Ospina. Yo siempre he tenido una admiración muy grande por Mayolo y, de hecho, el primer homenaje que hicimos fue a él. Un evento re independiente que hicimos sin ayuda de nadie. Curiosamente un día yo estaba afuera de la casa y pasó Luis Ospina y le pregunté si quería conocer la casa. Entró y le dimos todo el tour y el man estaba impresionado, decía: “Esto es como la Ciudad Solar de Cali”, que es un espacio cultural que montaron Mayolo, Caicedo, Ospina, Franco y fue un epicentro muy importante para la época en Cali. Luego de eso le contamos lo de Mayolo y nos dijo que lo acababa de nominar ante la dirección de cinematografía al premio de Toda una vida, que fue una coincidencia porque se hicieron los dos homenajes casi paralelos, aunque el primero fue el de nosotros. A este invitamos a Vicky Hernández y a Santiago García, y le contamos a Mayolo y a Beatriz Caballero, su esposa, y estaban muy agradecidos.
A partir de eso empezamos a armar proyecciones y conversatorios, hicimos un evento muy grande, con una retrospectiva completa desde sus primeras películas hasta su trabajo en televisión, y el día del homenaje habló Vicky Hernández y dijo unas palabras súper bonitas, pero también algo muy chistoso. La película tiene un final súper trágico, es una película muy surrealista que ocurre en una finca en el Valle del Cauca y ese día Vicky dijo: “Ojalá esta casa no tenga los finales trágicos que tuvo la mansión de la película”. Y curiosamente lo tuvo, el final fue desastroso: a mí me botaron de la casa y salimos agarrados.
¿Por qué?
Realmente, el hecho como tal no importa. Diría que fue por la envidia, porque hubo gente muy envidiosa que me botó la mala y me echaron de la casa. Siempre he pensado que el subdesarrollo es envidia: a la gente le da envidia que otros hagan cosas o que tengan proyectos y pueden hacerle la vida imposible hasta cargársele lo que sea. Hubo un personaje ahí, un productor musical que era mánager de una banda, y me hizo enemistad con todos los de la casa y me botaron a la calle literalmente, me echaron mis cosas al andén. Fue una escena muy fuerte, algo que me marcó un montón porque yo no sabía si romperles los vidrios o hacer algo. Fue una situación que me formó un montón. Las situaciones que más lo forman a uno no son las cosas que uno aprende calmadamente sino los totazos contra la pared.
“Estaba muy feliz. La primera semana me quedé a dormir allá [en Asilo] y todo. Los primeros años fueron de espera. En esa independencia y autogestión es más duro, pero me siento muy afortunado de estar en la escena independiente y no tener que trabajar para nadie”
¿Qué hizo en ese momento?
Bueno, me devolví donde mis padres. En realidad es curioso preguntármelo ahora, con todo lo del proceso de paz, el otro día hablaba con un amigo de eso, y es que la gente es muy rencorosa y vengativa. Al final no les rompí los vidrios y me siento tranquilo de que hice lo que tenía que hacer: seguir mi camino, seguir las cosas sin esperar nada, ni desearles el mal. Obviamente uno se carga de un montón de odios pero siento que he hecho las cosas que he querido; me he topado con la gente que es y con la que no afortunadamente cortamos ahí. La gente misma se encarga de joderse a sí misma.
Cuando yo me abrí, las cosas se fueron a la mierda. En medio de todo yo andaba muy pendiente de la casa; fue una época muy fiestera, de muchas drogas, alcohol todas las semanas, pero también una época de mucho camello. Fue la época en que más realicé, que hice más documentales, una época muy productiva. Ya en el bar había hecho muchos amigos, gente del barrio que iba siempre y entre ellos estaba Sandra Rengifo, una artista plástica y realizadora, que de alguna manera se solidarizó conmigo y empezó a llamarme para trabajar con ella, fui productor de algunos de sus cortos y luego en Foto Museo y ahí me quedé un buen tiempo. Luego de eso me asocié en otro bar con un amigo, digamos que fue el segundo bar que tuve, pero no era mío, que se llamaba El Cubo. El Señor R ya lo habíamos acabado para dedicarnos solo a la productora hasta que se acabó y todo el mundo salió a volar. El Cubo fue una buena época en mi vida, hasta que se acabó cuando nos robaron y Efren, mi amigo, se desanimó.
Y en esta historia de bares, ¿cómo nace Asilo?
Asilo nace en un momento en que yo me quedé sin bar y empecé a hacer fiestas itinerantes y por azar terminé siendo mánager de varias bandas: Mugre, Los Últimos Romántikos, Bombillos Peludos y Telequinetics. Entonces hacíamos eventos buscando sitios por allá y por acá, pero siempre hacía falta el espacio. Siempre tocaba rogarle al dueño del local para que nos soltara el viernes. Fue una época muy interesante. Luego de eso terminé trabajando en un café internet que compró mi papá y yo lo administraba. Por ese tiempo trabajaba mucho con Alejandro, de Los Últimos Romántikos, y hacíamos fiestas en un lugar que se llamaba Las Vegas, por la 59 abajo de la 13. Entonces una amiga me dijo que estaba muy interesada en que yo montara un bar y me presentó a Sandra, otra amiga, y ella me presentó a Daniel. Yo escribí el proyecto como siempre me lo había imaginado: con el concepto, los precios, algo formal en medio de la informalidad... y a Sandra le gustó mucho, y ahí empezamos a buscar gente. Lo curioso frente a la experiencia que tuve con la Mansión y a donde había invitado a gente que conocía de hacía mucho tiempo y gente el medio (productores, camarógrafos) que al final se voltearon y me trataron muy mal, es que yo a estas personas [las de Asilo] no las conocía. Fue algo muy arriesgado, ellos no tenían que ver con las fiestas, ni con los eventos, ni con el postpunk: Sandra es profesora y Daniel es arquitecto… no tenían nada que ver con la movida, pero les interesó mucho el proyecto. Para el momento en que se inauguró Asilo yo los conocía hacía dos meses y fue buscar el lugar y montarlo.
¿Cómo llegaron a este lugar, que era un club nocturno?
Yo en esa época vivía en El Sosiego, cerca de la Primera de Mayo, y me iba por toda la Caracas hasta Las Flores, que era donde quedaba el café internet. Una vez en esas madrugadas hacia el café internet vi el letrero de “Se Arrienda”, me quedó sonando y esa misma noche fui a anotar el teléfono. Llamamos. Fuimos a ver el espacio otro día. Y apenas entramos ese fue el lugar, yo lo visualicé todo de una. Estaba vuelto nada, llevaba mucho tiempo abandonado. Y claro, eso era un prostíbulo. De hecho tiene una historia interesante porque ahí funcionaba un bar en los ochenta que se llamaba la Mamá de Tarzán, un restaurante de comida familiar también del que uno escuchaba publicidad todo el tiempo. Después me vine a dar cuenta que eso era ahí y si uno pasa por la Caracas está el aviso en una de las ventanas.
Estaba muy feliz. La primera semana me quedé a dormir allá y todo. Los primeros años fueron de espera. En esa independencia y autogestión es más duro, pero me siento muy afortunado de estar en la escena independiente y no tener que trabajar para nadie, incluso es más trabajo de lo que la gente se imagina.
¿Cómo es el público de Asilo?
Yo en Asilo no quería estigmatizar el bar. No quería hacer un bar de postpunk, no quería hacer un bar de punk, siempre me interesó la diversidad. Yo conocí muchos parches que caían en cerrarse y eso no me gustó. Hay personas que les gusta el punk, pero no les gusta hacerse una cresta, ni llevar chaquetas de cuero con taches o demás accesorios; en general verse muy producidos. Gente que le gusta el postpunk, pero no vestirse gótico. Me interesaba mucho abrir el espectro y no catalogar al público, sino concientizarlo, seducirlo con música y ser amigable. Desde el principio de Asilo lo pensamos como un ambiente de tolerancia, metaleros, punkeros, raperos, población LGBTI; aquí somos respetuosos con todo el mundo. Esa apertura nos ha dado la ganancia de llamar a ese público que antes no estaba en esos espacios exclusivos. Hoy el referente de la gente es que Asilo es un bar “alternativo”, va gente que nunca ha ido y se engancha. Obviamente el fuerte es el punk y postpunk, pero también ponemos cold wave, disco, salsa, funk, entre otros. Es chévere ver que hay gente que va sin saber cuál es el evento y que paga por escuchar una banda nueva.
Usted creció en San Antonio, trabajó en el centro y ahora vive y tiene un bar en Chapinero. ¿Cómo ha sido este cambio a través de la ciudad? ¿Cómo cambia la ciudad a nivel cultural, musical, social?
Algo bastante triste es que Bogotá es una ciudad muy centralizada y eso es catastrófico para la cultura. Todo lo interesante pasa en el Centro y en Chapinero. A mí me hubiera gustado tener un bar en el Restrepo, sería fabuloso. Yo trabajé muchos años en Ciudad Bolívar dictando talleres, y me encontré con otro público interesante de punk, de hip hop. Las circunstancias comerciales y de circulación nos llevaron a esta zona, inevitablemente. Pero acá las barreras barriales están muy marcadas. El contraste que se ve al pasar de La Macarena a La Perseverancia es muy grande y es sólo una calle. Puede pagar un almuerzo de veinte mil pesos en La Macarena y cruzar una calle y lo pueden robar. Y lastimosamente la gente se mueve mucho así. Claro, hay parches que no solo se mueven así: si uno hace un concierto de hip hop o de punk en el Restrepo la gente va, pero no sucede así con todo.
¿Cuál es el poder de la autogestión? ¿Por qué seguirle apostando?
Yo diría que lo principal es desbancar a la institucionalidad en todo sentido: la política, las empresas, la religión, porque nos han mentido un montón. Ahora con la globalización hay más gente que está pensando y se está dando cuenta de las mentiras que nos han enseñado. Ahora con las redes sociales la gente tiene poder de hacer su video, obviamente uno se encuentra con un montón de basura, pero también hay gente que monta sus canales y noticieros y que está dando la batalla por salirse de ese sistema que realmente está jodido. Y eso ya no es un lema de los punks, de los anarquistas, es que la gente ya está mamada y esa posibilidad de darles acceso a la información ha dado más consciencia. Cada cosa que se hace desde la autogestión inevitablemente va a incitar a la gente a pensar en otras formas de hacer y ver las cosas y los va llevar a producir. Ese es el error cuando estigmatizan al punkero, al punk que hace el mismo su concierto; el man que sale por las mañanas con su carrito de empanadas, ese man es autogestivo también. Entonces no solo se trata del chico punk independiente, con su pinta, sino que hay otros escenarios independientes: las panaderías de madres cabezas de familias también lo son.
“La gente no entiende que la escena no es solo ir a ponerse una pinta gótica y parchar –que eso hace mucha gente, les parece cool–: es pagar la entrada, con orgullo, porque esa entrada le va a servir al organizador para pagarle a la banda”.
¿Cómo nace el Ansia, el primer festival de postpunk en Colombia?
El Ansia tiene un inicio muy particular, que fue un viaje a México donde conocí dos festivales, el Nrmal y el Post Punk Not Dead Fest. Hice dos viajes, el primero fue de paseo con mi chica, que fue donde conocí los festivales y ya en el segundo viajé al Nrmal, que es un festival brutal. Es un festival pequeño, para unas tres mil personas, pero muy bien montado. Ahí fue donde me pareció interesante no hacer un festival como Rock al Parque, que es lo que la gente tiene en la cabeza cuando le hablan de un festival, sino algo más pequeño. La curaduría en ese entonces era muy interesante, había muchas cosas de noise, 8beats a las tres de la tarde con la gente escuchando sentada en el pasto, algo que aquí sería muy difícil que pasara y eso me llamó mucho la atención. También había conferencias, conversatorios, talleres. Luego me enteré del Post Punk Not Dead Fest que se organiza en el Centro de Salud a cargo de Alfonso Rosas y compré las boletas de una. Allí se presentaba una banda que había conocido hace pocos años que se llama This Cold Night y me pareció brutal que a México llevaran esa banda y que la gente se interesara por esa música. Fui al festival y me encontré con la sorpresa de que es en una casa de dos pisos a la que le cabe menos gente que a Asilo. Es un bar en el centro del DF. Era un bar como tal, entonces no hay publicidad de Tigo, ni te están invadiendo impulsoras de marcas; es la música lo que vale y ahí dije: Voy a montar un festival así en Colombia, en Asilo.
Ya en Bogotá dije: Reunamos la experiencia que tiene Asilo con el público que ya se ha movido alrededor, los conocidos, eso va a funcionar. La idea era tener un festival que no existía en Colombia a ese nivel, de bandas internacionales y nacionales (porque si ha habido colectivos que lo han hecho, pero a nivel local, con bandas nacionales) y consolidarlo como un festival muy importante a nivel de Latinoamérica, incluso a nivel de habla hispana.
¿De dónde viene el nombre?
Está relacionado con The Hunger, la película de vampiros donde actúa David Bowie. Es una película ochentera que vi hace mucho. Recuerdo que en esa época, en algunas videotiendas, la habían traducido como ‘El Ansia’, que no traducía ‘The Hunger’, pero así lo quiso alguna traducción españoleta y me pareció genial: El Ansia, vampiros, ahí fue… Luego de eso hicimos el afiche antes de tener el cartel y empecé a escribirles a las bandas.
Yo ya tenía en la cabeza un artículo que habíamos compartido con un amigo hace años donde había bandas de pospunk latinoamericanas y bandas como Lust Era y Martial Canterel. Martial Canterel siempre ha estado en la cabeza desde que monté Asilo. De hecho yo quería inaugurar Asilo con Martial Canterel, pero afortunadamente varios amigos me hicieron caer en cuenta de que no era el momento, que no había público para eso. Y es que yo quería que Asilo fuera ese lugar desde el principio, pero una amiga me dijo: “Aquí no hay público para eso. Aquí la gente escucha otra cosa, le gusta el vallenato o el reguetón”. Al final no lo hice, pero estuvo ahí todo el tiempo. Después dijimos: “Escribámosle a esos tres”, que fueron Martial Canterel, Stockhaussen y Lust Era y una cuota nacional. Se armó un line up con unas ocho bandas y así nació. Básicamente fue lo mismo que tener Asilo, pero a nivel de bandas en vivo. Fue generar un espacio para tener bandas nacionales e internacionales, para poder generar ese espacio de interacción entre el público y las bandas.
¿Por qué ahora si hay público para el Ansia?
Asilo fue un gran motor de esa apertura, porque no nos cerramos a una sola fiesta, sino que siempre se trató de seducir a la gente para que viniera. Eso ayudó a que la escena se nutriera de más escuchas. En estos años se alborotó la cosa y es algo que se ve en estos siete años de Asilo. Cuando comenzó el bar iba poca gente a las fiestas, hoy el público ha crecido un montón. Se ha educado mucho. Sin querer hemos hecho un trabajo de formación de públicos que nos ha permitido decir: Ahora sí, traigamos a Martial Canterel, hay que hacer festival, hay que hacerlo todo ya.
Entonces hay un futuro para el postpunk…
Ahora el postpunk tal vez se ha convertido en moda o al menos sí ha sonado mucho. Asilo no es solo postpunk, obviamente lo ha impulsado un montón y ha hecho grandes esfuerzos por dar a conocer este género. El post punk siempre ha sido un género marginal en el sentido de que no tiene público, porque nunca ha tenido bases. Lo hemos catapultado. Pero sí es cierto que el movimiento que ahora se está posicionando es un movimiento subterráneo, que Colombia no tuvo antes, no porque no hubiera las bandas, sino porque no hubo esa coalición de bares, de bandas, de festivales que ahora está pasando. Una cosa que tiene la independencia y la autogestión es que podemos hacer las cosas nosotros mismos, tal vez en esa época no se arriesgaron los mismos músicos, se pensaba que no había mucha plata, tal vez fuimos muy pretensiosos de querer todo súper bonito y no nos preocupamos por hacer con lo que había. Ahora tenemos los medios, está la convicción para hacerlo sin venderse a los grandes medios y la idea es que cada colectivo siga con eso.
(Péguese una pasada rápida por ‘El postpunk en Colombia toma un segundo aire’)
Pero, ¿no es un problema que haya tantos productos? ¿No se pierde la calidad entre tantos productos que se hacen desde lo independiente?
Hay varios puntos de vista. Hay que decir que nosotros estamos en una escena subterránea demasiado afortunada. Cuando inició el postpunk era algo muy guerreado, hoy tenemos los medios para producir algo bien hecho. En cuanto a calidad técnica tiene que estar muy mal asesorado para que su música quede mal grabada. En cuanto a la calidad conceptual, eso lo dice el público, lo importante es que se hagan cosas. Claro, ahora que estoy montando un sello, yo escogeré a que banda meto y a quien no, igual en Ansia o en Asilo, pero curiosamente el hecho de ser independiente y autogestivo trae una sazón muy interesante, porque como no es una pose, sino porque uno tiene un proyecto musical muy sólido. Para mí, de las bandas que hay ahorita, todas conceptualmente son muy buenas.
¿No es un inconveniente para el underground que haya cada vez más bandas y más público?
Igual que el término ‘punk’, el ‘underground’ está mal interpretado. Yo recuerdo que hablaba con alguien en Lima y le estaba explicando la experiencia de Asilo y le contaba que tenemos una fiesta, que se llama la Fiesta Underground, a la que van hasta 300 o 350 personas y él me decía: “Ah no, es que cuando ya va mucha gente deja de ser underground” y yo no lo veo así. Hay un momento que yo vi que estos pequeños guetos que se generaron de fiestas góticas, fiestas de postpunk, que tenían las mismas setenta personas y uno los escuchaba quejándose: “Es que la gente no apoya”, pero es que usted no puede esperar que esos setenta, esos cien, vayan a los mismos conciertos siempre. Va a llegar un día en que alguien no quiera ir o se vaya de viaje. Qué bueno que uno haga un concierto, le pueda pagar a las bandas, al del sonido y que le quede algo pa’ uno. Pero si hace un evento muy cerrado, va a llegar muy poca gente y por eso no surge tampoco. Ese es un punto de partida de por qué aquí las vainas no se expandieron mucho: si lo ven los mismos de siempre y se hace el mismo concierto con las mismas bandas, pues la gente se aburre. Esa ha sido también mi política en Asilo: qué bueno que venga más gente para así pagarle a la banda, sus días de ensayo y si les queda algo de plata, con eso pueden sacar un disco. Es que la gente no entiende que la escena no es solo ir a ponerse una pinta gótica y parchar –que eso hace mucha gente, les parece cool–; es pagar la entrada, con orgullo, porque esa entrada le va a servir al organizador para pagarle a la banda y seguramente si hay más público, cuando la banda saque un disco, más gente lo va a comprar. Así se fortalece la industria, sino va a pasar lo de los ochenta que todo queda disperso y nada va a evolucionar.
¿Por qué es tan importante el anonimato para usted?
Hay una cuestión que es muy importante y es que mucha gente sueña con la fama, con ser importante y cualquier diferencia o cualquier signo de que tengo algo más que el otro tengo que resaltarlo, por eso vivimos en una sociedad tan arribista. Sucede que cuando se generan proyectos (que no sólo en el arte) se ve que la gente quiere relucir, decir: “Yo soy el que está gestionando este proyecto”, “Yo soy el que trajo ese concierto”, y la gente siempre le apunta a eso. Tuve la oportunidad de estar involucrado con el medio cinematográfico, de estar con los directores y de hecho, en algún momento, yo si quería llegar a Cannes, pero por eso mismo me volví tan ‘anti arte’, ‘anti fama’, porque había esa prepotencia, ese desprecio al otro que es muy maligna. En todos los proyectos en los que he estado eso ha tratado de quedar claro: nadie es jefe de nadie. Entonces tuve un choque con eso, con el ‘aparecer’ y ya no quiero ‘aparecer’.
Es derribar paradigmas, ser rebelde. El anonimato es parte de un anarquismo, si se quiere; no comprar ropa de marca, no comer animales… todo es parte de eso. Y así también he usado las redes sociales, para promocionar los eventos y enviar mensajes, pero no para mostrar mi vida personal.
¿Por qué Pasajero?
Es una mezcla entre la canción de Iggy Pop, ‘The Passenger’, y ‘Tengo un pasajero’ de Parálisis Permanente, canciones que me gustan un montón. Pero también porque, para mí, todo en la vida es pasajero. Si la gente fuera consciente de eso, sería más feliz, porque las personas tienen esa maña de querer poseerlo todo: la pareja, el carro, el trabajo… cuando se les va se vuelve una tragedia. Todo va y viene y así es la naturaleza. Cuando yo entendí eso, después de haber pasado por tantas cosas –la universidad, el teatro, la fotografía, el cine, la mansión, la calle–, me di cuenta que todo va y viene. Todo es pasajero.