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Así viven los neocampesinos a hora y media de Bogotá

En Sutatausa, Juan Pablo y Cindy, dos jóvenes bogotanos, arrancaron hace tres años un estilo de vida basado en la autosuficiencia, alejados del caos capitalino. Hoy crían gallinas, producen lo que consumen y venden la cosecha en la plaza de mercado del pueblo. Conozca cómo viven de la permacultura: trabajar con la naturaleza y no contra ella.

Mario Rodríguez H. | @quevivalaeMe

Pasadas las seis de la mañana, Cindy, Juan Pablo y sus cuatro perros se despiertan. Lo primero que hacen es echarle un ojo a su huerta. Siempre hay una mata que podar, alguna que arreglar y otra que fumigar. Así, en absoluta calma, pasan las primeras horas del día. Detrás de ellos, nunca faltan las imponentes montañas de Sutatausa (Cundinamarca).

En este municipio, junto a los Farallones de Novoa, la pareja de bogotanos construyó su granja, La Casita. Su propósito fue adoptar el neorruralismo, una corriente que surgió en los años sesenta en Europa y Norteamérica, cuando los jóvenes empezaron a abandonar las ciudades para irse al campo.

“Para nosotros es una chimba vivir así, sin depender de nadie. Implica mucho camello y paciencia pero al final del día, la paz y la felicidad lo valen”, dice Juan Pablo, un historiador de la Universidad Javeriana que, junto a su novia, aplica la ‘permacultura’: trabajar con la naturaleza, no contra ella.

A la hora que se levantan, y en las horas previas de la madrugada, Sutatausa ha registrado fuertes heladas de hasta -4ºc. Las plantas del huerto están recubiertas con botellas plásticas para que el frío no las queme.

“Son cosas que hemos ido aprendiendo, como aprendimos a la fuerza que cerca de las gallinas no se puede dejar absolutamente nada plantado. Cometimos el error de plantar ahí nuestra baretica y paila… se la comieron toda”, recuerda Juan Pablo.

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Hacia las nueve de la mañana suben al gallinero, que colinda con la casa de un vecino. Hay gallinas criollas, ponedoras y de engorde. También tienen dos patos y un solo gallo. Huevos, por montones.

Después bajan, alimentan a los perros y también al cerdo. “Para darle de comer al marrano hay que ir hasta donde la vecina que lo cuida. Los puercos son muy puercos y no tenemos como cuidarlo”, dice Cindy. Hasta donde la vecina son 20 minutos caminando pero aquí el tiempo solo pasa y deja de ser importante.

“Los campesinos nos han enseñado que estas tierras son de caminos. Si usted no sabe cómo llegar, se pierde. Una vez duramos ocho horas en la montaña y salimos por Cucunubá, al otro lado. De buenas alcanzamos a coger la última flota al pueblo”, dice Juan Pablo.

Cuentan esos mismos campesinos que entre las montañas se escuchan los llantos de los 5000 indígenas que se suicidaron lanzándose desde lo más alto de los farallones. Allí mismo, Juan Pablo y Cindy disfrutan de la vista de los farallones y del arte rupestre que hay en las rocas más altas. Lo hacen cada vez que van a alimentar al cerdo y aprovechan para echarse unos plones.

“Aquí la vida es demasiado tranquila, se le pasa a uno el día y siempre se está haciendo algo”, cuenta Juan Pablo.

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En 2001 la zona sufrió un gran incendio y la solución de la Corporación Autónoma Regional (CAR) para reforestar rápidamente fue sembrar distintas especies no nativas como las acacias, el pino y el eucalipto. Esa decisión secó el agua del suelo y Juan Pablo y Cindy lo notaron.

Reemplazaron las plantaciones no nativas por frutales como durazno, feijoa, limón o papayuela para recuperar el bosque, gracias a los primeros 700 árboles que les entregó la propia CAR.

En el terreno de una fanegada de extensión, y que todavía estaba árido, los neocampesinos reemplazaron la madera por zonas de siembra. Acomodaron La Casita, un gallinero, su propia huerta, y otros cultivos para poder comercializarlos.

“No teníamos idea de cómo coger ni siquiera una pala. Nos tocó aprender, Google es tu amigo, y también de blogs como el nuestro Aprendimos mucho del campesino, de respetar la tierra. Así logramos tener producción cien por ciento gratuita y eso es lo que orgullosamente vendemos en el mercado del pueblo.

Allí tienen un puesto y a la hora del almuerzo venden ensaladas orgánicas con lo que ellos mismos cosechan: maíz, arveja, kale y remolacha. Con la papa no han podido, sus métodos de fumigación, al ser tan ecológicos, hacen que se llene de plagas. “Como la idea es no perder nada sino reutilizar al máximo todo lo que obtienen de la finca, utilizamos la papa mala para alimentar a los cerdos”, explica Juan Pablo.

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La población de Sutatausa, en donde Juan Pablo y Cindy se establecieron permanentemente hace un año, no supera los 6000 habitantes. “A los vecinos los vemos de cuando en cuando subiendo, o los domingos en las cantinas. Esta soledad es la tranquilidad que buscábamos, la que en Bogotá casi nunca se puede conseguir”, explican.

Ella estaba estudiando mercadeo de negocios en la Sergio Arboleda, y vio la oportunidad de abrir un mercado orgánico con los alimentos de su huerta. Empezó a hacerlo con Juan Pablo en Bogotá, pero pronto se aburrieron de soportar el tráfico capitalino solo para comercializar sus productos. Él, que ya había terminado materias de Historia en la Javeriana, aprovechó el retiro al campo para darle con toda a su tesis, algo que no lograba desde su apartamento en Chapinero.

Lograron su vida de campo gracias a sus ahorros, aunque no niegan estar endeudados hasta la madre. “Todo lo que da la finca es suficiente para nosotros. Por eso todo lo que vendemos es ganancia. La idea es depender lo menos posible del dinero”, afirma Juan Pablo.

Sin dinero no pueden pagar Directv, Movistar ni ETB. Pero da igual, ninguna de esas señales llega hasta la granja. Una empresa pirata de Ubaté es la encargada de suministrarles internet. Su gasto más fijo son los $60.000 de agua al año.

Hay un televisor de pantalla plana en la sala y una multitoma, un equipo de sonido, los cargadores de los celulares, un Playstation 4, dos computadores. Sus juguetes urbanos los acompañaron hasta el campo, el resto lo abandonaron.

“La gente piensa que hay que estar loco para volverse neocampesino. Lo que se deja, quizás, es la facilidad de tener el mundo a la mano, sobre todo en una metrópoli como Bogotá”, explica Cindy, que conoce varios casos más de jóvenes que lucharon contra la inmediatez del mundo moderno. “Saber que no estamos solos en esto nos ha motivado”, afirma.

Unos gringos compraron un lote cerca de su granja, hay otros dos vecinos con planes eco sostenibles y además tienen una vecina holandesa. Este sector de la población, en su mayoría menores de 30 años, está llegando al campo y apostándole a un cambio de vida.

“Esto no solo sucede acá sino también en otras ruralidades como La Calera, San Francisco y otros municipios cercanos a Bogotá, lo cual es muy bueno porque nos ha permitido aprender de ellos, además de los campesinos tradicionales”, explica Juan Pablo.

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Cuando llegan las cuatro de la tarde es hora de volver a alimentar a los animales, de regar las plantas, de cuidar los cultivos, de caminar un largo rato. El sol, como el bogotano, pica bastante.

Para esconderse de ese sol picoso y bravo, los neocampesinos no usan ruana ni sombrero, sino que siguen con su atuendo urbano. “Hasta ellos [los campesinos], nos preguntan que a qué vinimos y nosotros les respondemos que a vivir felices”, dice Juan Pablo, cuyo sueño, como el de Cindy, es que su proyecto traiga fauna a la región y que más personas dejen la ciudad para irse al campo, y no al contrario.

Ese ejercicio, de ir del campo a la ciudad, lo hace Juan Pablo cada fin de semana por ver a Millos en el Campín.  “A nuestro equipo de fútbol no lo cambiamos por nada”, remata Cindy, pero tampoco pondría en riesgo su proyecto de vida alejado de lo tradicional, que deja a un lado, a tan solo hora y media de distancia, el caos y la rutina de la ciudad para contemplar el cosmos y la naturaleza, en búsqueda de la autosuficiencia.

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