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Trabarse en público responsablemente

La Corte Constitucional decidió no penalizar el consumo en público mientras este no afecte el desempeño laboral. ¿Es este un paso adelante en la todavía lejana construcción de una sociedad que encare el problema de las drogas de manera acertada?

 

Colombia es una potencia mundial.

Produce y distribuye si no la mejor cocaína del mundo por lo menos la más clásica, una de las más requeridas y de más alta pureza que se hayan conocido en la historia. El negocio es poderoso porque está prohibido, lo cual genera ansiedad, aumenta los costos, los muertos. Y, quiérase o no, la demanda.

Es ahí, en el consumo, donde puede analizarse una temática que hasta ahora se está empezando a entender tras cuarenta años de multimillonario narcotráfico: aunque a las autoridades les repugne, las drogas son un elemento muy importante dentro de nuestra cultura. Y es por el lado del reconocimiento cultural donde debiera iniciarse la discusión pública acerca del papel que juegan dentro de la construcción de la sociedad. Las drogas ya están ahí, aquí. No puede negarse su presencia en nombre de la salud pública o de las buenas intenciones éticas. Y si no las drogas duras, por lo menos la actitud adictiva o autodestructiva. Que no es propia de este país sino de la especie humana.

Gente docta como el psiquiatra Thomas Szasz o el filósofo Antonio Escohotado  dedicaron sus vidas al estudio de este fenómeno. El primero asevera que la terapia es vana cuando carece de ritual, que las drogas sin una característica sagrada —así sea simplemente el respeto a la traba personal o ajena como estimulante y paliativo del ser humano— son meras herramientas de la enajenación y del control social. Y eso es lo que involuntariamente promueven nuestras sociedades policivas reprimiendo y castigando el consumo, porque no lo han sabido comprender en su carácter sacro, de evasión y relajación para quien consume. Estas restricciones al consumo contribuyen a que el negocio del narcotráfico sea tan jugoso. Escohotado ha insistido en negar el supuesto valor recreativo de las drogas. Las considera acompañantes de la caducidad de la vida, y no meras animadoras de las fiestas, de las rumbas.

Para los dos, el consumir drogas más que un flagelo social es una manifestación propia de nuestra tendencia como especie a la tensión entre tratar de conservar la vida y destruirla. Conscientes de nuestra mortalidad, seres fatales en la mayoría de las veces, procuramos escaparnos de nuestra realidad, violentarla, indagar en ella a través de los fármacos. Aunque en algunos casos nos provoquen la muerte.

Cuando se comprenda que las drogas están inmersas en nuestro devenir social, cuando el consumo deje su faceta patológica para volverse un factor (uno más) en los hábitos que nos dan características humanas, la verdadera “lucha contra las drogas” tendrá sentido. Sobre todo porque no será una lucha sino una serie de estrategias de convivencia.

Por todo esto, medidas como la aprobada en la reforma al código disciplinario para funcionarios del estado es un avance en el debate acerca de la permanencia de las drogas dentro de nuestros contextos. Al no penalizar el consumo en público, y mientras este consumo no afecte el desempeño laboral, el gobierno colombiano ha dado un paso adelante no solo en esa ilusión por hacer un país más respetuoso de las libertades individuales, sino en la todavía lejana construcción de una sociedad que encare el problema de las drogas por donde es: permitiendo que los ciudadanos, y no la policía, ni el ejército, ni el perversamente pulcro procurador general de la nación decidan si deben o no inhalarse, fumarse, inyectarse sustancias.

No se ha hablado aquí de la marihuana, del bazuco, de la heroína ni de las drogas sintéticas. Cada una de ellas es un mundo con sus lógicas propias. Se ha citado a la cocaína por sus rasgos propiciadores de estímulos y por ser la droga representativa de este país. Causante de muchísimas tragedias y a la vez sello distintivo de la pálida patria. Se la ha mencionado porque es la reina. Por ella Colombia posee una magra fama que algún día terminará.

Queda una pregunta, la fundamental, en el aire. Ese interrogante que llevan formulándose los expertos, las víctimas, los consumidores, desde hace mucho tiempo: ¿para cuándo la legalización?

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