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Lalo Rey: el divo que no quiere ser Juan Gabriel

Se formó vendiendo morcilla, administrando prostíbulos e interpretando canciones de estrellas de la música popular. El paso fallido por un reality show marcó la vida artística de este cantante que ha grabado cuatro discos y se ha fogueado en tabernas, verbenas barriales y ferias de pueblo.  

Rolf Perea Cuervo

La noche del jueves 6 de junio de 2013 millones de personas vieron cómo Alejandra Azcárate, Paola Turbay y José Gaviria, jurados del reality show Colombia tiene talento, del Canal RCN, se le atravesaron a Lalo Rey en su objetivo de ser uno de los elegidos para competir por un premio de 500 millones de pesos.

Casi siete minutos duró al aire el pasaje tragicómico en el que el comediante Santiago Rodríguez, presentador del concurso, se unió a los miembros del jurado para burlarse y destrozar la actuación del hombre al que habían anunciado como “el Juan Gabriel colombiano”.

–¿Usted es Juan Gabriel o no? –le preguntó Rodríguez a quemarropa antes de que saliera al escenario.

–No. Yo soy Lalo Rey –respondió nervioso.

–¿Se cambió la fisonomía para parecerse a Juan Gabriel? –insistió el presentador, curioso y socarrón.

–No. Yo siempre he sido así.

De esta manera comenzó el circo romano que en pocos minutos pondría a tambalear una carrera artística que, para ese momento, ya completaba 22 años.

“¡Fuera!... ¡Fuera!... ¡Fuera!”, gritó el público, agitando los brazos en dirección a la salida de emergencia. Al mismo tiempo, Alejandra Azcárate lo interrumpió para tratar de convencerlo de que su imitación era patética.

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En defensa de su talento, Lalo mencionó los tres discos que había grabado. José Gaviria le salió al paso diciendo que tres discos grabados no garantizan un buen espectáculo para televisión. Aunque fue la primera en votar para que se acabara rápido la audición, Paola Turbay doró el veneno de la píldora al decirle al cantante que “en su universo” la pinta de botas texanas, pantalón de terciopelo beige, camisa apuntada hasta el cuello y chaqueta de mariachi, era curiosa e interesante, pero que su respuesta era “No”.

Al final de ese coitus interruptus escénico, Lalo le puso los últimos clavos a su crucifixión con una frase lastimera:

–Yo no imito a Juan Gabriel: canto las canciones del señor Alberto Aguilera, pero no lo imito.

La versión editada que salió al aire suprimió los segundos eternos del enfrentamiento verbal que sostuvo con la Azcárate, del cual prefiere no dar detalles.

Dos años después de la malograda escena, reconoce que esa salida no sólo fue innecesaria, sino uno de los grandes errores de su carrera artística.

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Luis Eduardo Reinoso y Lalo Rey son dos personajes unidos por el mismo hilo umbilical. El primero tuvo que vender morcilla, lavar baños y administrar puteaderos en su lucha para salir de pobre y hacerse artista. El segundo hoy se siente victorioso tras esa lucha.

Sentado en la sala del apartamento en el que vive en arriendo en el barrio Gustavo Restrepo, al sur de Bogotá, el hombre de 42 años que le da vida al artista organiza los retazos de su historia.   

Las piernas cruzadas, la espalda recta, los ojos enmarcados con delineador café y el pelo recogido con un caucho. En la garganta, una cicatriz de siete centímetros da cuenta de la mala hora en que dos indigentes lo apuñalearon para robarle una cadena de oro. De eso hace tres años.

Simón, Stuart y Jade revolotean en su regazo. Son sus hijos. Tres chihuahuas a los que reprende constantemente con su amor maternal de padre.

–¡Ya, niños! ¡Se callan o los encierro! 

Ante la amenaza, los canes buscan temblorosos la mejor ubicación bajo los brazos de su proveedor, quien suspira profundo, mira hacia el techo como invocando inspiración divina y sigue reuniendo las piezas que hicieron posible el nacimiento de Lalo Rey, ese “otro yo” que hace doce años se le apareció a Luis Eduardo para enriquecer su vida personal y artística.

"¡Fuera!... ¡Fuera!... ¡Fuera!", gritó el público, agitando los brazos en dirección a la salida de emergencia. Al mismo tiempo, Alejandra Azcárate lo interrumpió para tratar de convencerlo de que su imitación era patética.

El penúltimo de los doce hijos de Aurora Barón Reinoso huyó pronto de la pobreza extrema en la que vivía en Chaparral (Tolima). Un mensaje del destino le llegó a los once años, cuando unas señoras beatas y un par de borrachos lo escucharon cantar No me vuelvo a enamorar, de Juan Gabriel, el cantautor que desde entonces se convertiría en una constante en su vida.

–Oiga, ¡cómo canta de bien el morcillero! –fue la frase con la que una de las mujeres selló aquel bautizo de fuego.

Tres años después, Luis Eduardo se escapaba de la casa materna, porque sentía que el gusto por el canto ya había pasado a ser un sueño obsesivo que nunca haría realidad si se quedaba en un hogar donde muchas veces no había nada que comer.

Donde Alcira, un prostíbulo en el que trabajó como mesero durante un año, fue su primera parada en El Guamo, un municipio situado en el oriente del Tolima. Después vinieron La Japonesa y Mireya, dos sitios de putas donde conoció, mientras barría, atendía mesas o administraba, el nervio mismo del negocio. El joven Luis tenía claro que si no ahorraba ni invertía en un negocio propio no podría terminar el bachillerato ni educar su voz.

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Entonces montó los puteaderos Casa Verde y Loco Amor. Cuatro años metido en el mercado de las casas de citas le permitieron ahorrar para pagarse el  estudio en el Conservatorio de Ibagué, de donde se graduó como bachiller luego de cursar  vocalización, guitarra y audio.

–Ahí es cuando Lalito se da cuenta de que su carrera no iba a despegar si seguía metido en esos negocios –dice Luis Eduardo, que salta con facilidad de la tercera a la primera persona–. Yo siempre he pensado que esa es plata mal habida. Por eso decidí abrir mis fronteras y viajar a Bogotá.

Su alter ego es el plato fuerte de esta historia. Él lo sabe. Por eso, para destacar su importancia, a veces se refiere a Lalo en tercera persona. 

Tanto Luis como su yo artístico son delicados al hablar, altivos al caminar y marcadamente femeninos en los gestos y ademanes. Dos personas en el mismo cuerpo. Un hombre con dos nombres, cuyo único vicio confesable es chuparse el dedo gordo de la mano derecha para dormir.

–Nunca me he sentido discriminado por mi condición gay. Pero ¿sabe qué sí lo discrimina a uno? La pobreza.

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Su carrera musical despegó oficialmente una tarde de comienzos de 1988. Fue una presentación en Fusagasugá por la que recibió $15.000 por subirse a una tarima a cantar cinco canciones.

–En ese momento Lalito, que aún no había nacido, se da cuenta de que tiene madera para ser artista –me dice.

Discotecas, tabernas de mala muerte y bazares de barrio fueron algunas de las plazas en las que Luis Eduardo pulió el estilo con el que se dio a conocer en los circuitos de música popular de Bogotá. Su repertorio lo nutrieron éxitos de Raúl Santi, Rocío Durcal, Ana Gabriel y, por supuesto, Alberto Aguilera (Juan Gabriel).

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Iba a cumplir 30 años cuando se cruzó en su camino un cantante y empresario mexicano que le contó que en su país la abreviatura cariñosa de Eduardo es Lalo. De ahí a cambiarse el Reinoso por Rey fue un asunto de segundos. Con este seudónimo ha prensado ya cuatro discos de larga duración, se ha presentado en ferias y fiestas de pueblos en casi toda Colombia y, cuenta  orgulloso, ha compartido escenario con Óscar D’León, Darío Gómez, el Binomio de Oro y los fallecidos Helenita Vargas y Diomedes Díaz.

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Pese a negarlo una y otra vez de manera enfática, lo cierto es que en sus interpretaciones en vivo y en los videos que ha producido las semejanzas con Juan Gabriel son evidentes. Mucho antes de que en Colombia tiene talento intentaran rebautizarlo, medios tan disímiles como la revista Arcadia, el Canal Caracol o Radiola TV (canal especializado en música popular), ya se habían referido a Lalo Rey como el Juan Gabriel criollo.

Discotecas, tabernas de mala muerte y bazares de barrio fueron algunas de las plazas en las que Luis Eduardo pulió el estilo con el que se dio a conocer en los circuitos de música popular de Bogotá.

Sin embargo, él insiste en que nunca ha querido imitar al Divo de Juárez, y que si existe algún parecido en la interpretación es únicamente por el respeto y el cariño que le profesa a la obra del señor Alberto Aguilera. De hecho, tan convencido está de que la suya es una propuesta original, que no descarta que su canto lo lleve algún día al Festival de Viña del Mar, uno de los sueños que le quedan por cumplir a este divo sin fortuna ni fanaticada nutrida.

La última vez que nos vimos me dijo que de la “desagradable experiencia” del reality show le quedaron cicatrices, pero sobre todo enseñanzas. La primera y la principal: no volver a permitir que lo humillen o que menosprecien su trabajo.

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