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Belleza con un propósito

 

Por un par de billetes, unas líneas de coca y litros y litros de alcohol, están dispuestos a lo que sea. Hablo de putos, putitos, efebos: cigarrones, bugarrones, taxi boys, chongos, mayates o chacales

 

 

 

Tienen muchos nombres alrededor del mundo. En Latinoamérica se les conoce con diversos adjetivos: cigarrones, bugarrones, taxi boys, chongos, mayates o chacales. No hablamos de diversas especies de exóticos animalitos, aunque algunos de ellos entrañen en su andar el encantador zumbido del cigarrón y otros agazapen la zarpa ambiciosa de un chacal en la penumbra. Hablamos de putos, putitos, efebos del tercer mundo: aindiados, morochos, de estampa tanguera, saudade brasilera o mestizaje colombiano, quienes por un par de billetes, unas líneas de coca y litros y litros de alcohol, están dispuestos a lo que sea. Porque el putito te dice sin escrúpulos: ¡hago lo que sea por plata! Y así es, el kamasutra gay que te describen mientras los abordas en la calle, o en una esquinita donde se parquean luego de un partido de futbol, es una mezcla de karate y canal Venus.

Por ejemplo, los de Barranquilla cobran en puntos.

- Ajá, ¿y cuántos puntos vas a dar? -te preguntan frenteros.

Y los hay de todos los precios. Locas amigas, viejas peluqueras jubiladas de los barrios más calientes de la ciudad me hablan de tarifas desde $1.000 por sexo oral, allí mismo, en el desvencijado salón de belleza, detrasito de una cortina cagada de moscas que la loca dispone entre la puerta de entrada y una esquina del resquebrajado espejo del local. Claro, el cigarrón, como le dicen en Barranquilla, es quizá el más romántico del país, no le importa enamorarte con las más relamidas palabras: “mama, tú si eres linda”, cuando la loca conoce bien el embuste y ya ha mudado de piel durante cien años y de sobra sabe que lo único lindo en su vida son los recuerdos. Pero aun así, como buena actriz le dice que gracias, y pone un poco de saliva en su M-ANO para lubricar el momento.

Pero sigamos hablando de tarifas. Las hay para todos los bolsillos. Los más costosos son los stripers, sus cuotas varían de acuerdo al número de cuadros en sus geométricos abdominales: van de 80 a $100.000. Las conocidas en la materia dicen que son los polvos más tristes por los que han pagado: al parecer en la intimidad carecen del encanto y el sandungueo que proyectan en el bar, atestado de mariconcillas gritonas que luchan entre sí para ver quién le agarra la picha primero.

Los cigarrones de clase media son los más apetecidos en la tranza sexual de la que está dispuesta a pagar. Chicos de barrios como La Ciudadela, San José, la Victoria, Los Robles, o los que se reúnen en el famoso “Muñequero” (un conocido estanco que la pluma gay se ha ido tomando de a poco y del que hablaremos en una próxima columna) valen, según se dice, los $50.000 que la niña saca de su estrecho presupuesto. Como dice La Ñeca, asidua visitante del muñequero:

- Yo les doy los 50 mila por regios, por lucir la más bonita ropa exterior o interior de imitación, los cortes más erizados, las cejas más sacadas y el séquito de amiguitos más guapos de su cuadra.

- Y dígame algo, señorita Ñeca, ¿son activos o pasivos?

- Altivos (sic) y pasivos, a ellos le gustan las dos cosas.

Por lo general llevan nombres como Kevin, Bryan, John Bayron, Steven, Marlon, Breiner, Maicol, son fanáticos del Junior, el reguetón, los tatuajes, y la mayoría no sobrepasan los 19 años. Los de esta índole, a diferencia de los chicos de las periferias, son más cautelosos con su marica dadivosa y le advierten que si los ven en la calle, cero saludos y si van con sus novias, mucho menos, así sea que la noche anterior, en medio de la borrasca de aguardiente, los hayan husmeado hasta por el más recóndito recoveco de sus adolescentes anatomías. Pero hay una especie dentro de esta casta de bellezas con un propósito cuyo único deseo es el goce del cuerpo. Me refiero a las que lo hacen gratis, por amor al arte, y en esa categoría las encontramos de cualquier estrato social. Es ese chico que no resiste la tentación de recostarte su entre pierna en el bus atestado, el mismo que se agarra el nabo ante la mirada de la petiflor que aruña con sus pupilas ese manjar de dioses en plena vía pública, ese es el prototipo que, una comadre a quien le conocen como La Biscabuela, denomina “el cigarrón de oro”, el único, según ella, digno del húmedo túnel de su ano.

Estos muchachos son víctimas y victimarios de su tiempo, para ellos todo es un juego, por eso van con su erección a mil, queriéndose follar al mundo por unas monedas que les permitan seguir haciendo girar la maquina tragaperras del destino y llegue el día en que los 777 señalen más bien el fin de una fiesta.

La ciudad avanza con una prisa endemoniada, aun esta, Barranquilla, que es una mierdita de ciudad, el monstruo del consumismo se mueve por donde uno meta el ojo, y con ello el sexo, que se vende en las esquinas, los buses, las micros, el Transmetro, como mentas de lleve una en 200, tres en 500. Esta ciudad es un gusano erotizado, lo constato cada día que pasa, en cada mirada cruzada con un hombre, en cada condón que pisoteo al paso, en cada mudanza de mi propia piel de reptil que cruje mientras la abandono cada tanto en un pavoroso túnel de semen y orines.

 

 

 

 

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