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Ponerles luces a muertos o cuidar hijos de payasos : jóvenes que se la rebuscaron con trabajos poco convencionales

En el Día Internacional de los Trabajadores, rescatamos los testimonios de esos colombianos que, por subsidiarse estudios o simplemente hacerse unas lucas extra, se les midieron a los oficios más inverosímiles que encontraron.

Daniel Fandiño / @sinsecuencia

En nuestro país hay un adagio popular: “es mejor salir a trabajar que salir a buscar trabajo”. Y, en muchos casos, no hay nada más cierto que eso. Por eso mismo, son infinitas las tareas a las que los ciudadanos se les miden día a día para suplir necesidades, ganándose unos pesos en lo que coloquialmente se institucionalizó en las calles como el “rebusque”. Ese “rebusque”, lejos de la coloquialidad, no es otra cosa que trabajo informal, que en Colombia rondó el 47% el año pasado.

Entre los que engrosan esa cifra de informales hay, sobre todo, los que el DANE califica como “trabajadores por cuenta propia”, ya sean independientes o que se dedican a oficios varios. Entre ese grupo de personas hay muchos jóvenes que recurren a trabajar al mismo tiempo que estudian, una tendencia cada vez más normal. Normal y muchas veces necesaria, más si se tiene en cuenta que según esta misma entidad el costo de los estudios universitarios aumentó en un 20% durante los últimos nueve años, lo que lleva a pensar en lo complicado para el bolsillo que puede llegar a ser cursar un pregrado en el país. El lado positivo de todo esto es que la gente saca a relucir su ‘perrenque’ cada vez que la (mala) situación económica lo amerita.

Hoy primero de mayo, el Día Internacional de los Trabajadores en memoria de los ‘mártires de Chicago’ (esos ocho huelguistas que en este mismo día, pero de 1886, fueron ejecutados en esta ciudad gringa por exigir mejoras en sus condiciones laborales), queremos destacar los testimonios de estos jóvenes que les metieron el alma a oficios poco convencionales para costear sus gastos.

 

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Irene Rodríguez:

Cuidándole pelados a los payasos del circo

 

Vivía en Florianopolis, Brasil, y necesitaba salir del país pues decidí visitar a mi hermano en Buenos Aires, pero antes tenía que trabajar y tener dinero para el viaje. Entonces una conocida me dijo que su hija era novia de un payaso de circo, y que el circo se iba de gira por el Estado de Santa Catarina hasta un pueblo cercano a la triple frontera de Iguazú. Para la gira estaban buscando una persona que cuidara a los niños durante las funciones y ayudara con el montaje de la escenografía. Las funciones del circo eran en pueblos en medio de la nada y en ferias agrícolas donde compartíamos escenario con vacas y puercos, máquinas gigantescas y dulces coloridos.

Yo tenía a cargo a un bebé de menos de año y a una inquieta niña de tres. Viajábamos en una van suficientemente grande para ocho adultos y dos niños. En la carretera no faltaba la música, la risa, las preocupaciones de las madres y las preguntas curiosas a la extranjera. Al llegar a los pueblos comenzaba la función: el carro bajaba la velocidad, preparaban las narices y sombreros, sacaban la cabeza por la ventana y reían escandalosamente invitando a ir a la plaza y asistir a un estardalhaso.

Si la función era en el día montaba a los niños en su coche y daba una vuelta en el pueblo o asistíamos a la función. Si era en la noche nos quedábamos en el hotel pintando, viendo televisión, haciendo cualquier cantidad de actividades hasta que se cansaran y durmieran. Los hijos de los payasos son iguales a los hijos de cualquier persona: los payasos son personas extrañas y excéntricas, pero sus hijos aun no lo saben. Gracias a esta expedición con payasos conocí el Estado de Santa Catarina, paisajes hermosos, Iguazú del lado brasileño y del lado argentino y tomé rumbo hacia Buenos Aires.

 

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María Mutante:

Seduciendo desconocidos (y desolados) con la voz

 

Me entraban las llamadas y ahí me convertía en ‘Vanessa’, ‘Cindy’ o ‘Fiorella’. Todo empezaba en esos anuncios de periódico en los que sale una mona sexy y algunos creían que yo era esa persona. Muchos ni querían hablar de sexo: estaban muy solos, se sentían aislados o eran muy tímidos. Con ellos hablaba de cualquier cosa: de mascotas, de programas de televisión, de viajes y hasta de libros. Los demás sí querían hablar de sexo.El sexo así es un universo sonoro de acentos y texturas de la voz en el que el arte del gemido, el aullido, y la risa van avivando la curiosidad del interlocutor, su ego, su lujuria. Todo para obtener minutos facturados, horas de conversación que se traducen en salario. Es terapia social.

 

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Ingenieros desolados, gente que no tiene con quien pasar el año nuevo y se enganchan con una chica call center a conocerse toda una noche en una llamada infinita, con pausas para calentar comida, ir al baño, y riiiiing, ahí está… un viejito que buscaba confidente para sus exploraciones y hallazgos nocturnos, con master en mañas y datos de una Bogotá que yo realmente no conocía, striptease, burdeles, mazmorras; un trapecista de circo que se quedó detenido por un derrumbe en una zona helada de Nariño y encontró el anuncio del periódico y se pasó la noche habñandome para pasar el frío mientras abrían el paso; un tipo que llamaba desde Leticia todos los jueves solo para pedirme que aullara como un perro al que acaban de patear. Primero me dio risa, luego accedí. Pero después ya no pude, tenía que colgarle pues me parecía terrible, oscuro, ominoso.

En fin… fue una temporada con muchas historias, una oportunidad para hablar con muchos hombres, solo una vez llamó una mujer y fue muy especial.

 

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Jairo Talaga:

Iluminando a los que ya están del otro lado

 

Mi historia sucedió mientras estudiaba en un conservatorio de Nápoles, Italia. El trabajo consistía en colocar bombillitos en las tumbas de los muertos para iluminarlos pues era prohibido poner velas por el alto riesgo de incendios. Las familias napolitanas, las familias del sur y en general los italianos tienen muy en cuenta a sus muertos para mantener legados de parientes, entonces pagaban para poner esas lucesitas. Cada luz costaba como 10 euros y se ponía el sábado, se iluminaba el domingo y se quitaba el lunes.

En las bóvedas había familias que ponían una lucesita, otras tres, otras cinco y otras ni siquiera ponían: no importaba el gasto económico sino la relevancia del muerto. Al principio me pareció curioso, nunca antes había hecho eso y me le medí a probar. Por otra parte, necesitaba el dinero y pagaban muy bien, 30 euros la hora… difícilmente otros trabajos pagaban eso. Yo estaba estudiando y lo poco que me ganaba con la música no me alcanzaba.

Cuando llegué me explicaron que tenía que ponerme un casco y estar con un grupo de diez personas, asignado a un sector del cementerio que era enorme, prácticamente como un pueblo. Había partes altas, de seis pisos, y había partes profundas de cuatro pisos bajo tierra, que eran las bóvedas más antiguas. Había fosas comunes del periodo de La Peste, de la Segunda Guerra Mundial, eran pasillos llenos de tumbas. Empezábamos a colocar más o menos a las siete de la mañana y el trabajo terminaba a la una de la tarde. Lo más curioso es que no le había prestado atención a algo tan grande como ese cementerio y, segundo, la impresión de llegar y encontrar un pueblo enterrado allí. Empecé a sentir mucha soledad, todos sentíamos como ese frío, un ambiente de película. Lo otro llamativo era ver a mis compañeros napolitanos. Yo no soy muy católico pero me causaba mucha impresión ver el respeto tan grande que les tenían a los muertos, donde colocaban bombillos se ponían a rezar.

 

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Juanita Casallas:

Escribiéndole el último adiós a muertos de otros

 

Todo comenzó en mi adolescencia. Mientras mis amigas estaban desesperadas por conseguir novio, yo me llenaba los bolsillos escribiendo cartas y poemas de amor. Aunque yo los llamaba cartas y poemas de desamor porque todo lo que escribía era para amores no correspondidos. Cuando mi abuela falleció yo escribí algo que leí en su funeral. A la salida de la iglesia nadie se acercó a darme el pésame, ni mis familiares. Se acercaban para pedirme mi correo electrónico y mi teléfono, o para felicitarme por mi gran capacidad para escribir y expresar sentimientos. Fue raro porque la gente olvidó que mi abuela había muerto.

Al día siguiente empecé a recibir llamadas de conocidos y desconocidos, y correos preguntándome si yo escribía discursos para funerales y el precio. Era un trabajo raro porque tenía que hacerlo rápido… uno nunca sabe en qué momento van a fallecer sus seres queridos y tenía otra complicación: jamás había conocido al fallecido. Cobraba entre 20 y 50 mil pesos, entregaba los discursos y luego me llamaban los clientes para agradecerme y para contarme que después de la misa la gente se acercaba para felicitarlos por la manera en que expresaban sus sentimientos y eso, aunque me daba dinero, era raro.

 

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Hugo Rodríguez:

De vendedor caleto de pólvora a héroe

 

Hace unos años un amigo quería hacerse un dinero extra en diciembre y le dio por montar un chuzo de pirotecnia en una plaza llena de puestos artesanales. En ese momento eso empezaba a ser ilegal en Colombia pero acá, donde la ley no se cumple precisamente a cabalidad, se podía vender con descaro. Yo era el encargado de vender la pólvora y había otra persona encargada de acercar al cliente. Eso estaba siendo todo un éxito. Pero la gente es muy bruta y fumaban encima del puesto a cada rato. Hasta que llegó el 24 y como a las ocho de la noche, justo en el puesto de al lado, hubo una pista de algún cigarro entre la pólvora y empezó a estallar.

Todos dimos unos pasos atrás mientras sonaba pero dejó de estallar. Pensamos que ya no había problema, cuando a los diez segundos sonó la primera granada. Como todos los puestos estaban pegados, eso empezó a regarse y todos salimos a correr como locos. Cuando salí a correr lo más lejos que pude, me topé con una niña llorando y la recogí… yo, que soy todo débil y hasta con problemas de tobillo, me salté un muro. Una vaina loquísima, todo un héroe. Yo solo corrí con la niña en los brazos como a tres cuadras del lugar, es una cosa instintiva. Fue chistoso sobre todo cuando empezaron los cohetones porque son voladores que, literal, le pasaban por encima a la gente, que tenía que esquivarlos.

Afortunadamente a nadie le pasó nada. Lo más gracioso fue cuando regresé y había un poco de gente con niños de otras personas, así como yo, intercambiandolos. Cuando me reuní con mi grupo del puesto todos estaban preocupados por mí porque lo último que vieron fue que yo estaba en la caseta pero pues nada, nos quedamos con una buena historia.

 

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Gabriela Rengifo:

La vendedora universitaria de cucos

 

Cuando yo vendía ropa interior en la universidad era muy chistoso porque la gente no podía medírsela, entonces mis amigas se la medían encima de los jeans, encima de las blusas y en los salones, esperando que no llegaran los profesores porque, ¿te imaginas uno ahí con la ropa interior encima de la ropa? Eso era muy chistoso, me hice mucha plata con esa ropa y lo más divertido es que le vendía a mujeres que ni me conocían, ni me querían. Pero como la ropa era tan buena y tan barata me compraron hasta personas que ni siquiera se la llevaban bien conmigo.

Esa ropa interior la trajimos con el que en ese entonces era mi novio y vendí todo porque traía mucha ropa interior sexy y uno en la universidad quiere verse sexy y conquistar el mundo.

 

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