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Los caballos también van al dentista

Fotografía: Lucía Baragli

César Lorenzo, uno de los pocos dentistas equinos certificados en Latinoamérica, ha recorrido miles de kilómetros con su clínica móvil. Aquí con Athos, uno de sus pacientes.

Lucía Baragli

El hombre, vestido de celeste inmaculado, guantes de látex, botas de goma negras y linterna de minero, saca sus herramientas de trabajo y las acomoda con exactitud. Con precisión de cirujano introduce la pinza dentro de la boca del equino y extrae el diente infectado, aliviando así el dolor que aquejaba a su paciente, que ahora relincha y mueve la crin inquieto.

Si algunas de las herramientas que usan los odontólogos suelen impresionar, las que emplea el dentista de caballos César Lorenzo parecen salidas de la habitación que vio nacer a Frankenstein. 

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Los caballos se alimentan de pasto, comida balanceada y semillas. Los más mimados suelen consumir azúcar y zanahorias de la mano de sus dueños. Se estima que viven, en promedio, 25 años. En la antigüedad se utilizaban para tirar carruajes que trasladaban príncipes por caminos imposibles. Hoy se usan, entre otras cosas, para cartonear en las calles de Buenos Aires o Lima.

Pero estos equinos, pacientes de César, juegan polo, saltan vallas, disputan carreras de cuatro ceros y siempre están en forma. Cuestan entre quince mil y un millón de dólares. A veces más.

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César transpira; el caballo, que se llama Athos, también. Ambos están nerviosos.

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—En la naturaleza, los caballos son presas, por eso tienden a asustarse y huir. Están constantemente en vigilia, por lo que es importante que la anestesia haga efecto rápido, pues si no podría lastimarse él o podría lastimarme a mí. El caballo es un gran memorioso: aprende por repetición y no por inteligencia.

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Con un abrebocas se le mantiene separada la quijada, mientras con un torno de variadas formas y recubierto de diamantes se van puliendo las muelas. De tanto en tanto, se le hace un enjuague bucal de agua mezclada con antiséptico.

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César Lorenzo nació y se crio en Pigüé, un pueblo en el interior de Buenos Aires. Tiene 38 años, y hace 14 se graduó de veterinario. Y como en Argentina no existe la especialización en odontología equina, tuvo que irse a estudiar a México.
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Está certificado por la International Association of Equine Dentistry. Hoy tiene su base en Buenos Aires, pero muchos de sus pacientes viven en Estados Unidos y Costa Rica.

—En la Argentina, hasta no hace mucho, el trabajo del odontólogo equino estaba mal valorado —dice César—. Hace unos años tenía que ir a la entrada de los clubes para buscar clientes y me pasaba días esperando llamadas en las que solicitaran mis servicios. La gente no entendía que el tratamiento odontológico es parte del cuidado del caballo.

Afortunadamente para César, todo cambió; hoy necesitaría un call center para atender la cantidad de llamadas en las que se demanda su trabajo.

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