
A VECES QUISIERA SER UN PERRO
La mancha en tu camisa
Por Daniel Vivas Barandica
@dani_matamoros
Decía el maestro Juan Luis Guerra, por allá a principios de los noventa, que él quería ser un pez para tocar su nariz en la pecera de una señora –vaya usted a saber quién era la susodicha–, y hacer burbujas de amor por donde él quisiera... Hace un tiempo, en uno de sus miles de tweets, el periodista Adolfo Zableh –de los pocos que me interesa leer de este cochino país– escribió que básicamente Juan Luis Guerra había querido decir "te quiero meter la verga"… Interesante analogía que me hizo dudar sobre el verdadero sentido de esta canción...
Pero sin importar si el dominicano era un arrecho o no, y si realmente quería ser un animal, a diferencia de él, yo no quiero ser un pez. Yo lo que quiero ser es un perro, pero no una chanda de esas que les dicen “siete razas” o “criollos”; de esas que la Alcaldía de Bogotá regala los domingos en el parque Simón Bolívar con el único objetivo de librarlas de una muerte inminente. De esas que un montón de desvergonzadas y desvergonzados, con el único fin de redimir sus culpas y pecados de juventud, les ha dado por adoptar. No, yo quiero ser un perro de extirpe, de raza, si se puede un bulldog francés o inglés, o un Boston Terrier cuya dueña sea una niña de estrato seis, preferiblemente caleña y si se puede judía –siempre me llamó la atención esa religión–. Una niña que desde los 18 años estudia y ahora trabaja en Bogotá. Una niña flaquita, monita, con culito paradito, tetas chiquitas pero redonditas, con la piel quemada por el sol y una que otra pequita en la espalda, los hombros y parte de la cara. De esas niñas que uno las ve y sabe que duran más de una hora echándose cremas allá abajo y que huelen rico a diez metros de distancia. Y que esa niña me ponga un nombre ridículo como Matías, Rogelio, Gastón, Chester, Apolo o Bruno; me cuide, me mime, me tome fotos con pañoletas, sombreros o sus gafas de sol para subirlas a Instagram. Me celebre el cumpleaños con sus amiguitas –con gorritos y ponqué– y me lleve a correr, a jugar y a olerle el culo y las partes íntimas a otros perros en parques como el Virrey, sin prejuicios. En serio. Es que a veces todo es tan basura que la verdad me gustaría ser un maldito perro. Un perro que hasta los últimos días de su vida, una vez a la semana, esté yendo a una guardería. Un perro al que alguien le siga costeando una institución, no como mis papás que el día que terminé la universidad me dijeron que eran los últimos estudios que me pagaban. Un perro que no sabe quién es Obama, Uribe o Kim Jong-un. Que no conoce Facebook, no tiene que lidiar con la gente de Instagram que sale en botes, ni es adicto a Twitter y a las demás redes insulsas. No conoce el concepto de la Coca Cola, no sabe qué es Mcdonald’s pero quizás alguna vez, por equivocación, a probado del suelo un poco del líquido negro o comido algo de aquella carne adictiva que parece hecha a base de cartón.
Yo quiero ser un maldito cabrón cuya máxima preocupación sea que le tiren una pelota de caucho o un frisbee. Que no tiene que estar pensando en arriendo, en pagar los servicios, en cumplir una serie de metas en el trabajo y que no se estresa porque lleva un mes sin una hembrita. Si mi dueña me nota muy ganoso rastrillando sus piernas y las de la visita, simplemente me lleva a aparearme con otra perrita de mi misma raza y tres meses después mis hijos son vendidos a otras niñas de la misma “extirpe” de mi dueña.
Por eso a veces me gustaría ser un perro, pero de una familia estrato seis. Para no tener que estar pensando en ir a mercar o en tener obligaciones. Que mi rutina fuera despertarme, a veces entre las cobijas de la niña que describí anteriormente, desperezarme, tomar un poquito de agua y atosigarme con las pepas Ladrina que ya vienen con sabor a bandeja paisa, o con la carne y pollo crudo que previamente ya me habría servido Rosita, una de las empleadas de la familia, importada desde Cali, solo para la felicidad de mi dueña. Luego me sacarían a cagar y mear, para volver al apartamento a echarme en mi cama llena de cobijas y morder durante horas un maldito hueso sin siquiera saber o entender que allá afuera están violando y matando gente. Que allá afuera hay gente con otros perros que no tienen ni un cochino peso para comer.
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