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UN GRAN ACTOR Y SU OLVIDO

Peor es posible
Por Darío Rodríguez
@chkinbote

Hace veinte años Diego Álvarez cayó por la ventana de su apartamento en el barrio La Macarena de Bogotá. Los medios de comunicación especularon acerca de esa muerte instantánea y violenta. Durante muchos meses se impuso la tesis del asesinato, inclusive personas muy cercanas al actor, su compañera sentimental Marcela Vásquez, sus amigos, fueron involucrados como cómplices del supuesto crimen por la Fiscalía. Lo más probable, quizás, es que Álvarez se hubiera suicidado.

Sea como hubiere sido, el versátil actor de teatro y televisión dejó este mundo a los treinta y nueve años de edad, cuando estaba apenas vislumbrando las cimas de su impecable carrera. Había formado parte de hitos inolvidables en la historia del teatro colombiano (por ejemplo “I took Panama” o “La muerte de un agente viajero” del Teatro Popular de Bogotá) y protagonizado legendarias producciones televisivas, entre las que se pueden recordar al vuelo “Los pecados de Inés de Hinojosa”, “Amándote” o “Don Chinche”. Poseía una serie de destrezas raras en nuestros medios artísticos, hoy tal vez imposible de encontrar: su gran capacidad para interpretar personajes dramáticos solo podía equipararse al talento casi innato que desplegaba a la hora de realizar papeles cómicos. Con entereza y profundo respeto por el oficio actoral, saltaba de ser el convincente profesor de danza en la época Colonial a un músico punk venido a menos o a un joven y honesto senador de la república.

Nunca necesitó ser un galán ni un sujeto físicamente atractivo con el fin de ganarse a los públicos. Su conocimiento del arte dramático es propio de artistas que por desgracia ya no existen, que ninguna academia forma. Si viviera, le disgustarían aberraciones del tipo “Protagonistas de Nuestra Tele”; habría presenciado, además, la irreversible vulgaridad en la que han caído nuestras productoras televisivas, en concubinato con los empresarios de la televisión norteamericana, esos melodramas necios, sin sustancia, hechos como si fueran comida rápida. La Colombia simple que veía “Romeo y Buseta” o “La Posada” ahora les rinde pleitesía a descerebrados modelos de pasarela. La Colombia de Diego Álvarez, así como él mismo, ya no existe.

El olvido hacia Diego Álvarez es, en últimas, lo más aplastante. Como no le correspondió actuar bajo los mandatos de Internet son muy pocos los registros audiovisuales sobre su trabajo que se hallan en la Red. Esto podría en cierto modo explicar por qué su nombre nada le dice a las nuevas generaciones y por qué, así mismo, su importancia pasa desapercibida. Resulta muy curioso, sospechoso incluso, que gente con la cual compartió escenarios, gente que –valga decirlo– tendría total disposición para rescatar su legado y aportes, guarde un silencio sepulcral si de tocar estos temas se trata. Algo del viejo moralismo colombiano, con gruesas porciones de nuestra descarada indiferencia hacia el pasado, pervive en semejante omisión. Si bien es cierta la familiaridad con las drogas ilícitas sostenida por Diego Álvarez a lo largo de su carrera (como se recordará, estuvo en la cárcel por estar relacionado con tráfico de narcóticos) no debería ser esta la excusa para descartar o borrar a una de las leyendas más altas de nuestra historia artística.

“El teatro es una arte efímero”, dijo alguna vez con inobjetable razón el maestro de escena ruso Constantin Stanislavski. Y pese a que nada hay más difuso y falto de permanencia en el tiempo que el arte del actor, la sombra ejemplar del olvidado y negado Diego Álvarez necesita volver a hacerse presente. Él era, y sigue siendo en quienes no logran quitarlo de su recuerdo, demostración viva de que las trampas comerciales le hacen daño a nuestra cultura y a nuestros espectáculos, el testimonio contundente de que en las manifestaciones artísticas cuentan, como prioridades, la disciplina y las cualidades bien aceradas. Era, y es, un artista. Con todas las letras. Tan solo por eso vale la pena hablar de él otra vez, disfrutar de nuevo con sus personajes, y sacarlo de esa otra prisión a la que denominamos desmemoria.

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