
MONSTRUOS QUE RAPTAN NIÑOS
9/Feb/2012
La sombra del asesino
Columna de Miguel Mendoza Luna
La sombra del asesino
Columna de Miguel Mendoza Luna
Yo crecí con la historia del Coco: un ser sobrenatural que secuestraba a los niños que se portaban mal. Su nombre sonaba ridículo, pero lograba invocar la idea de que la maldad tenía una forma de cierto tipo. Los adultos se encargaron de aliviar mi ansiedad y me aseguraron que tal criatura no existía, que era el invento de otros adultos ignorantes para que yo fuera obediente.
No quedé convencido. Seguí indagando en las calles, en los rostros, en la forma de caminar de los individuos, para evidenciar su real existencia, para desenmascararlo. En un punto de mi vida, llegué a creer que en efecto era una invención y guardé mi temor primordial. Un día, los noticieros alertaron sobre la desaparición de cientos de niños. Poco después se informó del hallazgo de sus cadáveres cruelmente mutilados. El miedo regresó y nunca volví ser el mismo.
Por fortuna nunca me crucé con él. Muchos niños colombianos no tuvieron la misma suerte.
Al igual que la niña de Aliens, el regreso (Cameron , 1986, cuando Ellen Ripley la rescata de ser devorada por la horrible criatura, descubrí que los monstruos sí existían y no tenían piedad alguna con sus víctimas. Al igual que el joven Nataniel, el protagonista del cuento alemán El hombre de arena (E.T.A Hoffmann,1817) , reconocí que tan horrible ser no era un invento producto de una perversa pedagogía adulta. Incluso pude establecer que sus poderes oscuros le daban la capacidad de desaparecer a voluntad, de escabullirse entre calles, pueblos y veredas. Podía cambiar de rostro: vendedor ambulante, mendigo desamparado, amable jardinero… De ahí el problema para advertir su presencia.
Más adelante, supe que lo habían atrapado, encarcelado, procesado. Tenía varios nombres y por supuesto varias caras: Luis Alfredo Garavito, la bestia; Pedro Alonso López, el estrangulador de los Andes; Manuel Octavio Bermúdez, el monstruo de los cañaduzales… Todas parecían las de un tipo común y corriente, nada de ojos rojos, nada de rasgos vampíricos. La cifra de niños que había(n) asesinado resultó ser más inverosímil que su propia existencia.
Al saber que estaba preso, de nuevo retornó la tranquilidad. Los niños del mundo volvían a estar a salvo. Inocente de la fragilidad del sistema legal para contener a tal criatura, no advertí que pronto saldría libre. La alerta sobre su posible libración despertó mi personal alarma. Una vez en la calle, ¿qué identidad tomaría? Dotado de astucia, de seguro se trasformaría en un sujeto imperceptible, en apariencia bondadoso. Inventé una clase sobre el tema para advertir al mundo de su presencia y de sus múltiples nombres y máscaras; incluso publiqué un libro (que no se confundiera con los cuentos que se suelen escribir sobre él) para que los padres reconocieran el riesgo real que sus hijos corrían.
Unas vallas publicitarias se convirtieron, por unos meses, en la forma de alertar sobre otras de sus posibles identidades adoptadas. A nadie le quedaron dudas de que la leyenda urbana del Coco era real. Bogeyman en Estados Unidos; el Sacamantecas en España; el Ropavejero en México, eran sus similares parientes.
Al observar que la sociedad colombiana reclamaba exaltada la condena del cruel monstruo, me sentí aliviado. Otros adultos compartían mi temor. Sus reclamos sobre la impunidad, sobre el absurdo de su condena y la posibilidad de quedar en libertad, me devolvieron la confianza en el mundo. Ante la muerte de los niños, los seres humanos despertaron del letargo (que a veces provoca un país que se acostumbra a la violencia) para protestar.
El tiempo pasó. Trataba de no pensar en él. Me tranquilizaba la idea de que sería extraditado a un país vecino donde había cometido otra larga serie de atroces crímenes.
Pero hace pocos días, las cosas cambiaron. Los noticieros informaron sobre el asesinato de otro niño. Aunque Garavito seguía tras las rejas, otra de sus figuras sustitutas cobró una nueva víctima. No advertí el nuevo rostro que la maldad erigida contra los niños podía tomar. Subestimé su nefasto poder. ¿Cómo imaginar que la maldad suprema -aquella capaz de atentar contra los más vulnerables- tomaría la identidad de un padre? ¿Cómo advertir que, bajo la figura de protector, el horrible ser de las pesadillas infantiles entraría en una casa para llevarse a su propio hijo?
El Coco sigue libre, existe, es real. Garavito y otros asesinos de niños aún encarcelados, no son su única versión. Recuerden que tiene el poder accesorio de hacernos creer que se trata tan solo de otro cuento más para espantar a los niños. La cancioncilla que nos enseñaron debe ser tomada muy en serio: "duérmete niño, duérmete ya, que viene el Coco y…".