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FORNICAR CON LA EMPLEADA DE SERVICIO

Por Alejandro Córdoba Springstübe
 
Esta es una historia que sucede en Bogotá: ha sucedido siempre. Pasa también en otras ciudades de otros países. Es el reverso de una telenovela. Duele mucho. No me gusta que suceda. Este es el destino de la lucha libre espiritual entre las ‘gomelas de ciudad’ y las ‘ñeras pueblerinas’.
 
Ella es empleada del servicio. Tiene los labios gruesos, invitan al beso. Tiene algo de bozo. Vio Betty la fea. Ha visto telenovelas de todo el mundo. Cree que el triunfo del amor supera todas las barreras de clase. Tiene veinte años. Viene del campo. Es bajita. Algo gorda.
 
Ejerce las funciones de secretaria de vez en cuando. El patrón tiene la oficina en la casa. La mujer trabaja por fuera: se dedica a la complicada labor de hacer compras con tarjeta de crédito. Hay una niñera para un bebé de 7 meses. Es bizca y mueca. El hombre se aburre. Está entre mujeres. Su esposa es hermosa y adinerada. Las secuelas del parto no han deformado esa cintura que siempre aprieta cuando "le hace el amor". Esa es la diferencia entre la esposa y la amante: a una le "hace el amor" y a la otra se la fornica. Necesita una hembra para el fornicio.
 
La que cumple funciones de secretaria tiene una barriguita que no le hace mucha gracia. Sin embargo, tiene unas tetas enormes. Trabaja y piensa en ellas. Las compara con las tetas de su mujer, que son pequeñas, coquetas al modo de las modelos raquíticas. Su mujer es "una delicia" en la cama, pero al amanecer tiene que untarse cremas horribles, ir al gimnasio, leer libros de autoayuda (como si su vida fuera infeliz gastando millones con la tarjeta de otro). Por las noches le habla del vestido de una amiga suya, que hay un diseñador que le gusta, que quiere uno.
 
Ese día, antes de dormir, su mujer se unta una cremita en la naricita respingada. Él se pone violento, la manosea de forma muy brutal (piensa en la tetas abultadas de la otra), quiere fornicar con su mujer. Pero ella le dice que no, que tiene un tratamiento capilar y tiene que esperar a que se le seque la cremita en la naricita (porque nariz tienen las "iguazas", en la de ella no salen mocos). El marido se acuesta con una erección anormal, piensa en los senos ciclópeos de la otra, la empleada del servicio veinteañera, la que huele a cebolla y tiene un pelo horroroso.
 
Pasan los años. La empleada se robustece. El culo se menea con sabrosura cuando le trae los tintos. La tiene a su servicio. Podría pedirle una mamada. Tiene miedo todavía. Al parecer, ama a su mujer, pero no se aguanta las cremitas, que todavía tenga esa cara tan respingada, que tenga una boca que no se deje besar con violencia, "besito coquetico y chiquitico" después de un padrenuestro. Sí, la ama, pero ya no soporta esas tetas semicaídas, estriadas, con la huella de cremas de pepino para la suavidad de la piel. Él quiere mugre, quiere fornicar como una bestia. Con su mujer se sentía como un French-puddle tratando de montarse en una estatua de ébano, elegante y frígida.
 
¿Sucede o no sucede? Pero mejor, sigamos: No aguanta más. Una tarde decide seducirla. Le sube la falda con el mocasín. Ella se aparta y se sonroja. El hombre le dice que no deja de pensar en ella. Se oye una vocecita tímida: "no sea así, doctor". El coño de ella está mojado, no tiene sexo desde que se fue del pueblo. Su respiración se agita, el corazón se acelera. Las fabulosas tetas de la mujer suben y bajan. Se siente por primera vez superior a la Señora, que es muy ofensiva, como toda ricachona de telenovela.
 
Ninguno de los dos sabe cuándo empieza esa marea de besos enloquecidos y frenéticas quitadas de ropa. Era cierto, los senos de la mujer era espectaculares. Tenía mal aliento. No le importó que las axilas y el coño estuvieran poblados de unos pelos gruesísimos. No importaba que oliera a chucha y a cebolla. Ella era Betty la fea. Había amor en ese frenesí. El hombre dejaba babas en sus tetas, como un rastro de caracol. Ella ceceaba horrible, pero no le importó. Tenía una barriga que le estiraba el ombligo. El patrón estaba loco de pasión. De esto se trata follar como Dios manda.
 
Después del primer polvo, el hombre trató de hacerlo por detrás. Ella quiso resistirse, pero lo dejó hacer. Tal vez eso significaba el amor de las telenovelas, "ir más allá". Olió un poco a mierda, pero el Señor seguía con el mismo entusiasmo. No paraba. Sudaba y jadeaba como un cerdo, le temblaba la papada. Él, un señor de la gran sociedad, revolcándose con una empleada del servicio doméstico, es como el placer de los niños que se ponen la ropa nueva que compró mamá y la estrenan en un barrizal jugando fútbol. Durmieron en el sofá.
 
Su mujer los encontró abrazados. Empezó la cantaleta, gritos, lanzada de platos, malas palabras e insultos para la empleada: "coima hijueputa, iguaza, lárguese de aquí, porquería, India, guisa, manteca, zorra, ñera malparida". El marido nunca pensó que tantas palabras pudieran salir de una boca tan recatada y llena de cremas como la de su mujer.
 
Los cónyuges se reconcilian, se piden perdón, fue un desliz, hay que ir a confesarse, a la Iglesia. La empleada del servicio doméstico es expulsada de la casa, la Señora dice que se robó unas joyas, que es guerrillera, el marido la apoya, se hace el uribista, dice que trató de acosarlo, que para no llamar a la policía la despiden sin pagarle una indemnización. Ella quiere hablar, pero llora. Sus tetas se caen por un momento. Quiere decir que tiene un corazón, que le hacía falta un hombre, que también era un desliz, que de pronto está embarazada, que no sabe qué hacer, que tiene que volver a su pueblo. Y se va. ¿Será que nunca las mujeres adineradas habrán pensado que sus empleadas eran ladronas? Pasa tanto que me cansaría de dar ejemplos.
 
El marido está tranquilo por un tiempo, a la mujer le salen patas de gallina en los ojos de tanto vigilarlo. Su infidelidad había sido un insulto para la familia. Pobres de sus hijos, rubios y de colegio privado. La mujer se llena de caprichos, quiere cambiar un abrigo un domingo a las diez de la mañana, hace despertar a su marido, no lo deja tranquilo echándose pedos en la cama. Las tetas de su mujer siguen cayendo, pero no deja de ser recatada, aburrida, sin mugres, siempre limpita y respingada. Sin querer reconocerlo extraña las tetas enormes de la guisa (GUISA, GUISA, repetía su mujer cada vez que veía una mujer que amenazara su territorio, que tuviera un culo más apetecible; GUISA, GUISA, GUISA, el mundo estaba poblado de tetas enormes de guisas). El hombre siente nostalgia, quiere algo liberador, animal, nada de sexo con coreografía, con poses, cremas y romanticismo. Entonces se siente triste y se vuelve su rabia contra el mundo, contra sus hijos, se vuelve conservador, le gusta leer a Fernando Londoño, Plinio Apuleyo y todos esos carcamales como José Galat. La mujer dice que tener empleada es muy caro y si contratan a una, tendrá que ser más fea que un carro por debajo.
 
¿Les suena conocido? Los reto a que se lo lean a muchos que tuvieron empleadas en la casa, algo de cierto habrá. Si no hay infidelidad, o si no es el hijo que se inicia sexualmente con ellas, la sonrisa culpable de mujeres y hombres ricachones los delata: las empleadas del servicio doméstico son uno de los grupos de mujeres más excluidos de toda la sociedad. Algunos ven como algo obsceno esa escena de amor entre celadores y empleadas que se reúnen los domingos en los parques para tomar las onces y darse besos. Hasta le pusieron un mote a la forma de sentarse: "sentado de coima".

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