
CARNADURA DE BURRO
Dígale que siga
Columna de María Antonia León
El 28 de diciembre, día de los inocentes, mis abuelos cumplieron 54 años de casados. En 2007, cuando mi abuelo todavía nos miraba y mi abuela andaba en sus dos pies, les celebramos su boda de oro, con anillo, cura, champaña y hasta un beso en la boca que se dieron a pesar de que hacía más de tres décadas dormían en camas separadas. Hoy mi abuelo está conectado a una pipa de oxígeno, y mi abuela extiende la ropa con su bastón. El enfisema pulmonar de él se debe al exceso de cigarrillo, y el resto de sus debilidades físicas, a una vida excesiva. La cojera de ella es por hacer tanto oficio y seguir siendo un ama de casa desbocada. Siguen juntos, y no creo que el uno se vaya a ir sin el otro.
¿Cómo fue que duraron tanto? Nada raro que cuando yo le preguntaba eso a mi abuela, ella me respondiera: carnadura de burro m’hija. Y le creo, pero recuerdo a Juan José Arreola cuando dice que cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el Arquetipo, componen un ser monstruoso.
Un poco curiosos y asqueados, muchos hijos y nietos de todos los matrimonios fallidos del siglo XIX en Colombia nos entregamos al desarraigo. Construimos personalidades eclécticas, alimentamos la vocación del free lance, decoramos con desasosiego todas nuestras casas en el aire. No pensamos en jubilarnos y en cambio nos vamos a meseriar a otro país para tener nuestra propia renovación. Las mujeres ya no somos amas de casa, y hoy es más común encontrar a un sujeto que sepa cocinar, a que una mujer entre los 25 y 35 años se meta a la cocina para atenderlo. Sin embargo, muchos de mis amigos (picaflores, potros salvajes, perros), me han confesado que les gustaría tener una nena de planta.
Por eso lo primero que se me ocurrió cuando empezó este año fue si para nuestra época también existe una pieza clave para tener una familia como la de mis abuelos, una pareja de 87 y 81 años que se conoció cuando Gustavo Rojas Pinilla era presidente de Colombia, y que celebró su último aniversario en una clínica, ella siempre amorosa, él un poco cromañón. Mi abuelo estaba hospitalizado con neumonía por haberse bañado con agua helada, ya que la ciudad estuvo sin gas varios días, mientras ella mantenía su histrionismo y se inspiraba tarareando Woman in love, de BarbraStreisand, su canción preferida, aunque en inglés no se sepa ni un saludo.“I am a woman in love /And I’d do anything /To get you into my world / And hold you within / It’s a right I defend /Over and over again / What I do I do”…
Cuando la vi con los labios extendidos sin saber qué cantar se me ocurrió una idea terrible: que las relaciones duraderas eran el resultado del aguante inescrupuloso de las mujeres. Las generaciones pasan y la carnadura de burro la editan hoy en frondosas colecciones de editorial Planeta, como las guías para ser cabronas de Sherry Argov, y los libros de Isabella Santo Domingo.
No sé. Quizá para muchas mujeres sea una revelación leer frases como “Todo lo que tengas que perseguir en la vida va a huir”, pero para mí, la carnadura de burro, o lo que hoy se conoce como el paso de tapete a chica de ensueño, sólo explica una cosa: que las mujeres han sobrevivido con unas muy pobres referencias bibliográficas para crear relaciones duraderas. Mejor dicho, las mujeres no amamos más o mejor que los hombres, más bien nos hemos comido el cuento de que el amor es simplemente un placebo. Sólo de esa forma puedo explicar que mis abuelos sigan casados, y que ella esté llena de vida porque sólo conoció a un hombre, mientras él perdía la próstata en los ochentas.