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AUNQUE SE AMPOLLE LA JETA

Cartel Urbano

Blasfémina
Columna de María Ximena Pineda
 
 

Nuestra memoria genética trae incrustado el chip del alcohol y, para el caso específico de estas tierras, un chip que tiende más al aguardiente, la chicha y otras bebidas fermentadas del altiplano. Pronto pasamos del vino de consagrar y la ostia, a la cerveza y la oblea, y empezamos a saborear las delicias de la vida. Entre "no me den trago extranjero" y "qué bonita es esta vida con aguardiente y tequila", vamos curtiendo el hígado a punta de intoxicadas y embrutecidas. Y nos parece inconcebible un bautizo, matrimonio o velorio sin la presencia del tan anhelado destilado; amigo fiel. ¡Cuántas náuseas y mareos hemos tenido que soportar, inhabilitados días completos por cuenta del guayabo! ¡Cuántos desastres gástricos cargamos encima por culpa del etanol! Y hasta hemos descubierto un alter ego que aparentemente es más elocuente y carismático que nosotros, y que despierta únicamente en nuestros períodos de blackout.

Crecimos rezando "que se riegue agua pero no trago" y haciendo vacas para garrafas, que son la medida de nuestra jeta.

Siempre hay una razón para tomar. Los intermedios de tiempo entre una noche de tragos y la otra cada vez se hacen más cortos. La inversión etílica que hacemos mensualmente se torna insostenible. Se calcula que el gasto promedio por habitante en Colombia de bebidas alcohólicas es de 500 mil pesos; por eso toca seguir jartando guaro que es lo barato.

Las voces de oposición al consumo de alcohol se hacen cada vez más agudas y con descarada seguridad seguimos afirmando que el licor no puede ser malo para el organismo cuando al ingerirlo se invoca a la salud, sería irónico. Poco a poco las seguidas intoxicaciones nos producen lagunas mentales que no consideramos efectos secundarios sino voluntarias ediciones de nuestra vida, después de todo siempre queremos quedarnos con lo mejor.

La cirrosis hepática, la pancreatitis, la ictericia y los dolores de riñón nos acechan como almas perdidas, esas mismas por las que brindamos echando el primer trago al aire. Soñamos con el glorioso día en que el guayabo sea declarado incapacidad remunerada y nos parece lógico que pongan sillas amarillas en Transmilenio para enguayabados. En vez de dejar de tomar preferimos entregar las llaves y que otro maneje nuestro carro mientras nos descerebramos.

La cerveza no entra en la categoría de licor para nosotros, simplemente es un jugo de cebada, nutritivo y apto para consumirse a cualquier hora del día. Pedimos que nos lleven botellas de aguardiente, si vivimos en otro país. Día a día seguimos invocando la valentía que nos da el aguardiente, embellecedor universal.

Entre brindis y vómito se nos pasa la vida y nos damos cuenta de que ya no aguantamos ni las mismas cantidades ni las mismas calidades de alcohol; una gota de aguardiente nos bota una semana a la cama, la acidez estomacal, los mareos y la depresión parecen querer quedarse a convivir con nuestros maltrechos cuerpos para toda la vida. Beodos y viejos tenemos que resignarnos y apartar toda bebida de anís de nuestra vista. Con un bolsillo más sólido y una adicción incalculable tenemos que explorar el mundo de los destilados más finos: el paraíso.

Y experimentamos nuestra primera experiencia religiosa, descubrimos que la trinidad sí existe: Jameson, Bushmills, Black Label y Glenfiddich. Los aprendemos a querer, a saborear, tomamos poco para extender el hígado un rato más, rindiéndonos a los placeres de estas ambrosías irlandesas y escocesas. Y a la pregunta de si queremos un aguardiente doble con cara de triple, con implacable seguridad respondemos, quiero un trago de Glenfiddich en las rocas, aunque se me ampolle la jeta, ¡Salud!

 

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