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Desde los años setenta estas fiestas populares representan una opción para todos aquellos que no participan de la escena discotequera y la política
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Sonideros: rastros del folclor colombiano en las escenas urbanas de México

Desde los años setenta estas fiestas populares representan una opción para todos aquellos que no participan de la escena discotequera y la política “Nos reservamos el derecho de admisión”. En la tierra azteca lo colombiano aún guarda un aire exótico y festivo, y los géneros que se oyen en un sonidero son hermanos de la cumbia colombiana.

Camilo Rodríguez

Vivimos una época en que los avances tecnológicos nos han despojado de la capacidad de sorprendernos. Las reuniones se han vuelto tan impersonales que ahora se puede asistir a una fiesta sin entablar contacto con otros, cada quien inmerso en su propia burbuja con acceso a internet. Afortunadamente, todavía existen ritos comunitarios que se resisten a esa aplanadora individualista del mundo actual. En México, los barrios populares viven un fenómeno muy especial conocido como “sonidero”. Una de las cosas más curiosas de este movimiento es la cercanía que tiene con el folclor, la música y la identidad colombiana.

La palabra sonidero designa dos cosas al tiempo: 1) se trata de una fiesta popular ambulante en donde se escuchan ritmos como la cumbia, el danzón o el son montuno; y 2) hace referencia al disc-jockey encargado de poner la música y animar la celebración. 

Estos sonideros, también llamados Djs del pueblo, actúan de manera itinerante, cosa que recuerda a los viejos juglares vallenatos que peregrinaban por los pueblitos del árido caribe colombiano para llevar su música y su alegría. Además, todos los géneros tropicales que se oyen en el sonidero son hermanos de la cumbia tradicional colombiana. 

Incluso algunos han sido reinterpretados y modificados por diversas agrupaciones de toda Latinoamérica:

 

 

Asistir a un sonidero es presenciar todo tipo de manifestaciones del arte urbano y de la convivialidad popular. Graffiti, mezclas de Djs en vivo, apuestas y todo tipo de duelos de baile confluyen en una tradición que se remonta a los años sesenta. En aquel entonces se llamaba “tocadiscos” a ciertos personajes que, una vez por semana, llegaban a la vecindad con una caja de vinilos en la cual traían las novedades musicales que llegaban al puerto de Veracruz, epicentro del son cubano y los ritmos afrolatinos que florecieron en América Latina y dominaron en el imaginario colectivo gracias al Cine de Rumberas —un movimiento cinematográfico de culto que tuvo lugar en México— de los años cuarenta y cincuenta. 

Las primeras bocinas, altavoces y consolas se exhibían exclusivamente en las tiendas de electrodomésticos a causa de su alto costo, y solo se utilizaban con fines publicitarios y para hacer anuncios dominicales. Entonces los “tocadiscos” resolvieron aprovechar los altavoces de las tiendas proponiendo sus servicios como locutores bajo la condición de instalar, de vez en cuando, una fiesta callejera en la que se congregara toda la comunidad alrededor de un acontecimiento festivo como un matrimonio o el cumpleaños de una persona reconocida en el barrio.

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Esta cualidad itinerante funcionó muy bien ya que implicaba ocupar el espacio público con el fin de integrar a la comunidad, pero además solucionaba el problema que supone el alto costo de rentar un salón de baile.

Históricamente, los primeros sonideros surgieron en dos colonias periféricas de la Ciudad de México: Tepito y el Peñón de los Baños —que en Bogotá sería el equivalente al Barrio Egipto con su fiesta de los Reyes Magos y en Medellín a las fiestas de la raza en el barrio Doce de Octubre—. Peñón de los Baños también se conoce bajo el nombre de “Colombia chiquita”, pues fue pionera en recoger las primeras grabaciones de los sonidos provenientes de Suramérica, principalmente de Colombia, y además la mayor parte de la música que se escucha es la cumbia tradicional colombiana, a veces con ciertos arreglos modernos como los del conocido compositor y acordeonista Celso Piña.

Para el mexicano la imagen de Colombia está construida a partir de cierto romanticismo. Excluyendo la versión aburrida y repetitiva de la narcocultura, en la tierra azteca lo colombiano guarda un aire romántico del Oriente, de sabor exótico y festivo que se asocia a lo latino. La intervención de “La Changa”, famoso sonidero de la Ciudad de México, es solo una pequeña muestra de ello.

Hoy el sonidero es un personaje bonachón y agraciado que surge en el vecindario y con su oficio realiza una labor comunitaria. Encarna varias figuras esenciales del imaginario popular. Tiene algo de pregonero municipal, otro tanto de locutor deportivo y, muy en el fondo, es un melómano nostálgico. Su rol no se reduce a seleccionar las pistas de una playlist, a promover un artista o a publicitar una marca. El sonidero es protagonista, comunicador y director de la fiesta, no solamente porque conoce perfectamente todos y cada uno de los ritmos que allí se escuchan, sino también porque su mediación reúne a toda la comunidad. Así pues, sus divertidas intervenciones —chistes, saludos y juegos de palabras— están dirigidas a las diferentes familias y grupos de asistentes que mantienen viva la tradición y contribuyen a la cultura comunitaria del sector.

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A pesar de la mala reputación que circunda respecto a los sonideros por el hecho de implantarse en plena calle y los accidentes que allí pueden suceder, desde mediados de los años setenta estas fiestas desempeñan una función social porque representan una opción para todos aquellos que no pueden participar de la escena festiva de las grandes discotecas y su política de “Nos reservamos el derecho de admisión”. Asimismo, los sonideros generaron una simpática idea de permitir la convivencia en un espacio público, pues a pesar de las múltiples diferencias de la audiencia, crearon las “batallas de sonidos” en las cuales dos o más sonideros se instalan uno junto al otro y tocan ritmos musicales diferentes. En vez de separar a las personas, este gesto permite diversas e interesantes interacciones entre los asistentes. De hecho, se acostumbra a celebrar la participación de la comunidad LGBT y justamente en este contexto se permite que un hombre heterosexual baile con un travesti sin ser señalado ni juzgado por ello. 

El cuadro típico de este ritual es el siguiente: círculos de baile en donde todas las parejas esgrimen sus mejores volteretas y trucos, gente de todas las edades y diferentes contextos sociales cobijados bajo un escenario luminoso y decenas de parlantes alrededor. El sonidero, pues, es un pequeño carnaval en su máxima expresión.

Como todos los círculos de la cultura urbana, en el sonidero hay una estética definida en la que dominan las candongas brillantes y las cadenas de plata que adornan los cuellos, las gorras con logotipos y emblemas alusivos al hip hop y al rap, los sombreros de ala ancha para algunos bailarines y las camisetas de los clubes del fútbol nacional, entre otros. 

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Hace veinte años la cumbia era considerada como un género underground. Anteriormente, sus melodías solo se escuchaban en entornos comunitarios como mercados, puestos de comida o garajes para carros, y desde luego estaban relegadas por “las buenas costumbres” a causa de su origen popular. En nuestros días y por fortuna, la cumbia sonidera tuvo un impacto tan importante sobre el folclor urbano que las disqueras adaptaron su  cadencia —un poco más veloz y de tono más fuerte que la cumbia colombiana tradicional— y dieron lugar a la actual cumbia sonidera. Según la agrupación mexicana Superpotro , actualmente hay más de 50.000 sonideros que funcionan durante todas las semanas a lo largo del país y que pueden acoger entre 200 y 5.000 personas dependiendo del tamaño de la plaza, calle o salón de eventos.

En resumidas cuentas, expresiones urbanas como esta establecen un hermoso marco de festividad, dando lugar a un sinnúmero de relaciones entre personas de diferentes edades, orígenes y preferencias sexuales. Sin este tipo de manifestaciones, la integración, la convivencia y el enriquecimiento de la cultura popular y citadina sería impensable. Además, el espíritu festivo de la comunidad logra una armonía única en la atmósfera de los barrios más difíciles, dando lugar a un realismo mágico incomparable.

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