
Odio a Bogotá
No es difícil encontrar un costeño que odie la capital, lo difícil es que se atreva acompañar su declaración de odio con un testimonio tan crudo como este.
Por John Better
El 9 de junio de 2004 llegué por primera vez a Bogotá, después de un viaje por carretera que duró casi veinte horas. Tomé un taxi a la salida de la terminal de transportes, rumbo al apartamento en La Macarena de un escritor colombiano que me estaba esperando. Desde la ventanilla del taxi podía ver el gran pastiche capitalino: rigurosas y afanadas personas de traje negro y paraguas en la mano, ciudadanos de aspectos diversos: punkies, hippies, afros. Postales rápidas que pasaban ante mis ojos: puentes enormes, edificios monocromáticos, jardineras florecidas, los cerros.
Me bajé del carro con el enorme morral militar donde traía mis cosas. Me anunciaron en la portería de un pequeño edificio y, luego de un par de minutos en los que el portero no dejó de mirarme por un solo instante, subí hasta el cuarto piso, donde vivía el escritor: un apartamento digno de un hombre de cultura como él, con estantes repletos de libros, un enorme cuadro con un Borges siniestro en sus últimos años de vida, un sofá negro donde un par de mininos dormían la siesta. El escritor me dio un abrazo y, ante el evidente frío que tenía, me brindó un té caliente. Miraba de reojo el maletín que traía encima. Después de unos quince minutos, me dijo que tenía una cita inaplazable y, tomándome de la mano, me llevó hasta la salida del edificio.
–Por ahí derecho sales a la séptima, cómete algo y regresa por la noche –fue lo último que le oí decir al escritor.
Con las tripas gruñéndome, devoré un paquete de papas que traía en el morral. Medio saciada el hambre, tuve la certeza de que las cosas habían empezado a andar mal. Regresé por la noche, bajo un aguacero helado, pero el escritor no estaba en su apartamento. Según el portero, había salido de urgencia a su finca en Guaduas, donde meses más tarde los paramilitares asesinarían a un pupilo suyo. Pasé esa noche deambulando. Muerto de frío, en camiseta de algodón y sin chaqueta, caminaba sin saber a dónde ir. Grité, lloré. Sin una moneda en los bolsillos, clamé a Dios por ayuda, y Dios apareció, de pronto, en la forma de una dependiente de farmacia, una cartagenera que me dio posada en un cuarto vacío al fondo de un local con olor a medicamentos. Allí Dios me tendió sobre el piso una gruesa cobija para que reposara, y a la mañana siguiente, luego de darme café con leche y pan, me dijo:
–Mijo, devuélvase pa’ su tierra, que esta ciudad es mala.
–Hasta siempre –le dije a Dios, que me miró de forma piadosa.
Pensé en volver donde el escritor para gritarle un par de hijueputadas.
Al fin y al cabo, yo había llegado a Bogotá por sugerencia suya, ya que el hijo de su puta madre tenía una revista literaria en la que yo supuestamente trabajaría, y en pocos años estaría con Santiago Gamboa o Efraim Medina, tomando whisky en alguna feria del libro latinoamericana. Pero no lo hice porque ya tenía claro cuál era el precio que debía pagar por mi estupidez, y de nada servía volcar mi frustración en patadas de ahogado. Era mejor dejar la ira intacta, dejar germinar en paz la semilla del odio que se había instalado en mí a partir de ese momento.
Desobedeciendo las indicaciones de Dios, terminé ese mismo día en un prostíbulo de Cedritos, adonde llegué gracias a las coordenadas que me dio un periódico que encontré en el baño que pedí prestado en una gasolinera para cagar y lavarme los dientes, después de caminar por horas sin saber hacia dónde dirigirme y maldiciendo una y otra vez al maldito escritor.
–Vengo por el anuncio –le dije a la mujer que salió a recibirme.
–Ven conmigo –me contestó–. ¿Cómo te llamas, lindo?
–John Better.
–¿Es broma?
–No, señora.
–¡No, no, no! De ninguna manera, ese nombre tan extraño no es nada atractivo para este negocio. Tenemos que cambiártelo. Déjame ver… ¡Ya!, desde ahora te llamarás Adriano. Saluda, por favor: él es Ángelo, él Javier, esta preciosura es Sergio y el más antiguo de todos… Byron –me dijo Ginet (ese era el nombre de la mujer).
–Hola –les dije a los chicos, que estaban sentados sobre un sofá negro y que me miraban como quien le echa un vistazo a una pila de excrementos. Después de todo, yo era competencia para ellos, un extraño que venía a raparles el dinero de los bolsillos a punta de mamadas, pajazos y todo lo que me tocara hacer por plata con los sujetos que llegaban a aquella casa a sacarse la leche agria acumulada durante días de estrés laboral.
Pero fue cuestión de tiempo para que dejaran de verme como un intruso. Allí hice amigos, como Javier, el mejor de todos, un chico sensible, amante de los libros y el cine, con el que tuve un corto romance; sin embargo, a los seis meses de mi llegada los tuve que dejar, pues las cosas habían cambiado notablemente: yo ya no era la mercancía más novedosa. Ahora estaba Felipe, una belleza. Así que mis ingresos mermaron considerablemente. Debía un par de meses de arriendo, y los pronósticos no eran los mejores. Lo más prudente era huir de allí tan pronto como fuera posible.
Me fui de esa casa de Cedritos, muy de noche y sin hacer ruido, con una cantidad de deudas encima. Entonces emprendí un duro camino que me arrastró por moteluchos y pensiones del barrio Santa Fe, hasta llegar a pasar un par de noches en las bancas del parque Santander.
El descenso al infierno llegó una noche de excesos. Ya había transcurrido casi un año desde mi huida de la Casa de los Bellos Durmientes, como me gustaba llamar al puteadero de Cedritos. La calle me había dado de probar de su sulfato demoniaco sin ninguna misericordia. Pasé de la cocaína al bazuco como el que va de una cama de clavos a un lecho de agujas hipodérmicas. Caí en una pensión siniestra donde se reunían todos los adictos a la “angustia”, como le dicen algunos a la pasta base, una noche de esas en que vendes hasta el alma con tal de una dosis más. Allí me despojaron de lo último que me quedaba de dignidad, y me desnudaron. Recibí patadas y puñetazos de una ñera embarazada que aspiraba su pipa diabólica, exigiéndome que pagara todo lo que había consumido, encerrado en una habitación apestosa, donde un guiñapo de hombre me cortaría varias veces el brazo con una navaja para que supiera que hablaban en serio. Allí estuve durante horas, secuestrado, aislado, muerto de pánico, delirando, viendo correr por un raído piso de madera mi propia orina, mientras aquella mujer sucia y grávida me decía:
–Te vamos a matar, güevón.
–¿Puedo hacer una llamada? –pregunté, en medio del espanto que me sacudía.
Y entonces apareció Dios otra vez, al otro lado del teléfono, atento a mi cobarde llanto. Pero Dios ya no tenía la forma de empleada de farmacia, sino la de un actor de teatro con quien mantenía por entonces una intermitente relación, el mismo que una noche antes me había dejado en su carro a la entrada de aquel horrible lugar, no sin antes preguntarme:
–¿Estás seguro de que esto es lo que quieres?
Víctor pagó mis deudas y me sacó de ese infierno. A los pocos meses regresaría a Barranquilla, la ciudad en la que nací.
La esencia de estas palabras es el odio. El odio que me inspira Bogotá. Por eso desempolvo estos recuerdos. Mi odio surge de aquellos años. Mi odio surge luego de haber amado, de haber dejado en cada calle, en cada cama de hostal, en cada bar, ese que fui, ese que no he vuelto a encontrar cuando regreso a la fría capital del país. Regresos menos prolongados y más lóbregos que antes, así sea cobijado en la tibia comodidad de algún amigo escritor de mejor suerte que pone su hospitalidad como un abrigo que no logra calentarme del todo.
Ese odio lo volví a sentir la última vez que pisé sus calles, hace un año, durante la pasada Feria del Libro, donde abundan intelectualoides con bolsas llenas de novedades editoriales pero escasean almas que puedan encender con su brillo algún fuego. Llovió durante cuatro malditos días de abril. Algo había perdido allí, algo de mí se había quedado vagando en sus avenidas, como un fantasma ciego condenado a traspasar para siempre las estatuas de los parques, las cabinas de videosexo de Chapinero, o el cuerpo de ese chico que amé hasta el cansancio y que tuvo más de mil rostros. Algo de mí intenté encontrar en ese volver reciente y sólo vi granizo descendiendo de su cielo, la muerte blanca que aplastaba las flores diente de león, esas mismas que solía soplar cuando agosto llenaba de duraznos maduros el patio de los bellos durmientes, en el inolvidable puteadero de Cedritos, donde nos calentábamos con guaro y una chimenea que encendíamos con hojas de directorios telefónicos caducos.
Por eso mi odio a Bogotá, porque Bogotá no me espera, no me reconoce, y por el contrario me mira con indiferencia, con recelo. Porque se cierra ante mi contacto, como las plantas dormilonas. Porque recibe con desgano, cada vez que regreso, mis flores negras.