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SANTA MUERTE NO ME ABANDONES

Sus devotos la llaman la Madrinita, la Niña Blanca o la Flaquita. Obreros, pandilleros, drogadictos, amas de casa, narcotraficantes y policías se inclinan ante ella. Unos lo hacen en la clandestinidad, otros a la luz del día, en uno de los barrios más bravos del D.F.: Tepito, epicentro de este culto. La iglesia católica considera diabólica esta imagen y la rechaza por ser la santa preferida de prostitutas y criminales. Un agente de la DEA testificó que los zetas le ofrecen la sangre de sus enemigos a la Santa Muerte, cuya veneración cobra cada día más fuerza en México.

 

 

Los golpes le caían por todas partes. Los sentía en la espalda, en la cabeza, en el estómago. Ya no se defendía, solo suplicaba en silencio: “Ayúdame, mi Niña Blanca, no me quiero morir, quiero ver crecer a mi hijo, hazme ese favorcito”. En ese momento escuchó un disparo, y después sintió un dolor agudo en la ingle que le subió por la columna. Luego, la oscuridad. El cuerpo quedó tendido en una acera solitaria de Tepito, uno de los barrios más peligrosos de Ciudad de México. Eso fue hace seis años. Tomás Navarrete Rodríguez, de 23 recién cumplidos, sobrevivió a una pelea callejera. Desde entonces, el día primero de cada mes acude a dar gracias a su protectora. 

“Ya me cargó la chingada”, pensó Sergio Ramírez Lira. Salía de su casa, en el barrio de Tepalcates, al sur del D.F. Dos camionetas le cerraron el paso y de ellas bajaron 20 agentes policiales. Le hicieron un cateo en la casa y encontraron una valija debajo de la cama. Allí había marihuana, cocaína y una pistola calibre 38. Lo sentenciaron a doce años de cárcel, pero cumplió apenas diez meses de prisión en el Reclusorio Norte. Sergio atribuye su libertad a los buenos oficios de su protectora: “la Madrinita”. 

 

La calle de Alfarería, en Tepito, no da abasto para recibir a los cinco mil devotos que se arremolinan cada primero de mes en torno a un altar rechazado por la Iglesia católica de México.

En el aire se mezclan el sabor acre de la marihuana y el aroma dulzón del incienso. Todos los devotos cargan una imagen de la Santa Muerte. Algunos le escupen tequila. Otros le soplan encima el humo de la marihuana. O le regalan dulces. O se inclinan y le rezan.

Frente al altar prohibido se percibe el aroma de las rosas, los claveles y las gardenias. “Se ve, se siente, la Santa Muerte está presente”, gritan todos al unísono. 

La figura venerada, vestida de novia, está resguardada en una caja de cristal. Mide un metro con setenta centímetros y está hecha de fibra de vidrio. Sostiene una guadaña dorada en una mano. Enseña una hilera de dientes que parece una mueca de burla permanente, las cuencas vacías y una peluca negra.   

Para llegar a la calle de Alfarería hay que atravesar el mercado de “fayuca” (mercancía robada y rebajada a un precio accesible a los capitalinos de bajos recursos), el más grande de América Latina; sortear un basurero a un lado de la avenida del Trabajo, y hacer como si se conociera el barrio.

Los cohetes con pólvora revientan en el cielo de Tepito. Hoy es un día especial. Es 31 de octubre y se cumplen diez años desde que la Santa Muerte dejó la clandestinidad, salió a la luz pública y la ubicaron fuera de la casa marcada con el número 12. 

Hay cientos de pequeños altares a ambos lados de esta calle estrecha y un letrero que se levanta a quince metros del asfalto: “Se invita al décimo aniversario de la Santísima Muerte”. “… Santísima Muerte, por las horas que se están dando, ven, que te estamos llamando. En estos momentos, hermanos, se hace presente el espíritu de la Santísima Muerte y se derrama en todos nosotros”, exclama por un micrófono Jesús Romero, el hombre que dirige el rosario. Es hijo de doña Queta, la guardiana de la imagen.

–¿Milagros? No, ella no hace milagros, hace paros (palabra de la jerga mexicana que alude a favores concedidos), y no uno, sino muchos –me dice un tipo que asegura que todos acá lo conocen como Tito. 

Todo en Tito es vago. No quiere decir su nombre. No quiere decir de dónde viene. Tiene aliento a marihuana. No quiere hablar del paro que le hizo La Madrinita. 

Una señora morena, bajita, con un delantal a cuadros y un mechón blanco, increpa a Tito, que por una promesa a la Niña Blanca regala pequeños sobres con marihuana. 

–¡Cabrón, estás vendiendo tus chingaderas!

–No, madrecita, se lo juro. 

–Aquí no hagas tus mamadas.

La mujer es Enriqueta Romero, más conocida como doña Queta, la guardiana de la Santa Muerte y quien se atrevió a sacar la imagen de la clandestinidad.

Doña Queta tiene 64 años, siete hijos, 57 nietos y 26 bisnietos. Fuma desde los diez años. A esa edad comenzó a sentir curiosidad por una imagen de la Santa Muerte a la que le rezaba su tía. Doña Queta mira fijamente. Es conocida por su mal humor. De pronto puede soltar una parrafada contra cualquier pregunta que le incomode. De eso me platicó el cronista de Tepito, Alfonso Hernández, quien me presentó a la guardiana. Alfonso tiene 66 años. Ha defendido el barrio y se ha opuesto a las autoridades del Distrito Federal que han querido expropiar la zona. Y lo ha hecho por medio de manifestaciones, artículos y programas de radio. Una vez me contó que vino un periodista de la televisión española. El señor, de traje, le preguntó: “Quetita, ¿qué cree usted que piense de esta devoción el presidente de México, que es católico?”, y Queta le agarró el micrófono y le respondió: “No me haga preguntas pendejas”.

–Vente –me dice doña Queta. 

Entramos a su casa, que parece una prolongación del altar a la Santa Muerte. En el segundo piso, Enriqueta tiene su altar personal. –Voy para arriba, señoritas –les dice a sus hijas, y subimos por una escalera de caracol. De las paredes cuelgan cuadros de la Santa Muerte. En los pasillos hay cajas de cartón con veladoras.

–Hola, mis amores, ¿cómo están mis amores lindos? –saluda y da tres golpecitos en la puerta de una habitación, como pidiendo permiso para entrar–. Este es mi altar, nada más para mí solita. Aquí no convido, aquí el que entra y es el rey es Alfonso (el cronista de Tepito). Este es el altar de Alfonso y mío. Él viene y se mete acá como Pedro por su casa. Es nuestro altar. Y el de allá abajo es el del pueblo.

–¿No le da miedo una imagen tan tenebrosa?

–Yo les tengo miedo a los vivos, que son una bola de ojetes que te quieren comer. ¿Qué te puede hacer esta lindura de mujer? –dice Queta Romero mientras acaricia una figura de unos quince centímetros. Le recuerdo que la Iglesia católica ha estigmatizado la imagen de la Santa Muerte, asegurando que la siguen narcos y prostitutas. 

–Qué bueno, bendito sea Dios que sea para ellos. Todos, todos debemos tener fe en algo, y si la tienen en la Santísima, a nadie, a nadie le afecta. ¿Qué hay de malo en eso?  

No hay registros precisos sobre la fecha en que empezó el culto a la Santa Muerte, ni tampoco sobre el número de altares dedicados a ella en todo México. Sin embargo, Elio Masferrer Kan, profesor e investigador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, y presidente de la Asociación Latinoamericana para el Estudio de las Religiones, calcula que los altares en Ciudad de México podrían llegar a los tres mil, la mayoría de los cuales está en casas particulares.

Masferrer cree que el culto a la Santa Muerte se ha extendido en los últimos años a causa de los altos niveles de inseguridad que agobian a México.

 

El culto más visible fuera de la capital mexicana se encuentra en la avenida José López Portillo, que une al municipio de Tultitlán con el Distrito Federal. Una imagen dorada de la Santa Muerte, de 22 metros de altura y con los brazos extendidos, les da la bienvenida a los visitantes. La figura la inauguró el 27 de enero del 2008 Jonathan Legaria, el Comandante Pantera, quien oficiaba rosarios todos los domingos en honor de la Santa Muerte. El 31 de julio de ese año, a Legaria lo acribillaron mientras circulaba por la misma avenida donde se encuentra la imagen. La camioneta Cadillac en que viajaba tenía más de 200 disparos de armas de fuego de grueso calibre. El crimen no se ha esclarecido.

–Yo sigo el legado que dejó el Comandante Pantera –dice Enriqueta Vargas mientras deja escapar unas cuantas lágrimas. Otra Enriqueta. Otra guardiana de la Santa Muerte. De pronto, su cara amable se endurece. 

–Yo sé quién lo mató –afirma.

Enriqueta es la madre del Comandante Pantera. Su tez blanca, traslúcida, pálida, se enriojece con el recuerdo del hijo asesinado a los 26 años.

 –La policía supo quién lo mató y no hizo nada. Pero te digo una cosa: yo tengo un pacto con la Santa, y le hice una promesa: “Te llevo a lo más alto que pueda, lo más lejos, y tú me entregas a los asesinos de mi hijo”. Busco limpiar la imagen del Comandante Pantera, porque no es cierto eso que dijeron, que estaba ligado al narcotráfico.  

Recorremos la explanada trasera del templo, de unos 40 metros de longitud, donde hay varias figuras de la Santa Muerte de casi metro y medio.

–Aquí vienen militares, policías y sabrá Dios quién más, pero principalmente gente que se dedica a trabajos peligrosos. Y todos le piden protección a la Santísima –me cuenta. 

Genaro García Luna, el todopoderoso secretario de Seguridad Pública, encargado de combatir el narcotráfico en todo el país, es uno de los personajes públicos que veneran a la Santa Muerte. “En sus oficinas siempre ha tenido una figura de la Flaquita, a quien se encomienda cada vez que ha de salir a un operativo peligroso”, escribe Gil Olmos en su libro.

La tarde se asoma sobre Tultitlán. Antes de irme, Enriqueta me regala un papel con los mandamientos de la Santa Muerte escritos por su hijo. El número tres dice: “No atentarás jamás contra un devoto de la Santa Muerte, ya que a quien lo hace o lo agarran o lo matan”.

El culto a esta santa ha cobrado fama gracias a la Arquidiócesis Primada de México, que lanzó una ofensiva contra la imagen. “Esta creencia la consideramos supersticiosa y con connotaciones diabólicas”, dijo a principios del 2011 el vocero de la Arquidiócesis. “Esta devoción atrapa a la gente ingenua e ignorante, y se está convirtiendo en la advocación preferida del crimen organizado, los narcotraficantes y los secuestradores”. Y pidió a los devotos romper las imágenes de la Santa Muerte porque, según él, “la muerte es signo del poder maligno”. La prensa nacional se encargó de difundir la creencia de que a la Santa Muerte la siguen narcos y secuestradores. En enero pasado, el agente de la DEA Chris Díaz testificó sobre la forma en que miembros de Los Zetas, que operan tanto en México como en Estados Unidos, les hacen rituales a la Santa Muerte: tras torturar a narcos rivales, Los Zetas les abren el vientre mientras están vivos y depositan la sangre en una copa para brindar por la Madrinita.

Sergio Ramírez Lira aprendió a adorar a la Santa Muerte desde pequeño, cuando veía a su abuela rezarle a la imagen en su natal Torreón, en el norteño estado de Coahuila. La abuela era la única de la familia que le rezaba a la Flaquita. Eso le llamó la atención a Sergio. Después, a la muerte de la abuela, la imagen fue relegada. Ya de adolescente, le gustó la Santa Muerte por su aspecto rudo, tenebroso. Sergio también es rudo. Vendía marihuana. Hace tres meses salió de la cárcel por intermediación, según él, de la Santísima Muerte. Mide más de 1,80, tiene 50 años y un tatuaje de la Madrinita en la espalda. Está trabajando en un bar, “un bar putero”, me dice, que se llama Excálibur, el castillo del placer. El bar paga mensualmente una cuota extorsiva a Los Zetas y a La Familia Michoacana, dos de las organizaciones criminales más peligrosas del país.

Sergio tiene un altar de la Santa Muerte en su casa. A ella se encomienda cada noche antes de salir. 

–Para que me cuide –dice.

De la mano sin carne de una de las imágenes que Sergio venera en su alcoba, cuelga un reloj de cartón. Es la 1:30 de la tarde de un jueves. El sol cae a plomo afuera, pero el reloj marca las 11:53 de la noche. Es la hora señalada. –Ella tiene nuestro tiempo en las manos –dice Sergio–. Ella sabe a qué horas nos lleva. Ahí está marcando que faltan siete minutitos para la hora final.

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