
LA RADIO O LA PREFIGURACIÓN DEL PARAÍSO
En abril de 2004, un tímido muchacho entró por primera vez a uno de esos recintos que fácilmente podrían prefigurar el paraíso. Si para Jorge Luis Borges la felicidad tenía la forma de una biblioteca, no podría decirse menos de un salón repleto de discos. Y es que frente a la música toda palabra sobra y es un remedo vano de una belleza que no puede ser descifrada y que en buena hora no puede serlo. Esos discos, y sobre todo el recinto donde reposan, no necesitan de mi comentario pero muchos de ellos son causa directa de algunos de los momentos más gratos de los que tengo memoria. Y gratos porque hay allí algo que ha sido arrebatado al tiempo que todo desgasta y consume. Esa materia inaprehensible de la que está hecha la música, que es tiempo en su estado puro, no admite nuestro juicio y por ello, mejor ser presas, así sin más, de las locuras momentáneas que nos depara una nota o un acorde.
Y pareciera, por lo que digo, que esta historia empezó hace ocho años cuando lo cierto es que data de mucho antes. Esos rincones sonoros aguardaban mi presencia desde hacía mucho y de ellos tuve noticia de manera temprana, cuando apenas era un jovenzuelo inexperto y con ilusiones, que cambiaba el dial con insistencia y buscaba afanosamente respuestas a todo y a nada, que exigía del mundo algo más allá de la trivialidad de una vida prosaica.
Cuando pude haberme perdido, la radio me salvó, se convirtió en mi educación sentimental, aprendí a enamorarme y desenamorarme con sonidos de fondo. Eso que salía disparado por los parlantes de mi equipo me ahorró muchas veces el esfuerzo de encontrar las esquivas palabras para poder entender el mundo que me rodeaba. Por supuesto, nunca terminaré de comprenderlo, y quién sabe si eso importe realmente hoy en día, pero algo de mi limitada visión cambió radicalmente cuando empecé a conversar silenciosamente y a comunicarme con otros que no conocía pero que me acompañaban en la distancia al despertar y sintonizar una frecuencia. Un buen día, Fortuna me hizo golpear una puerta, una, dos, tres, posiblemente cuatro veces, hasta que ese tesoro se desplegó ante mí para ser contemplado, admirado y sufrido, como de seguro se abrió a otros como yo, que por caminos y circunstancias diferentes allí llegaron en búsqueda de algo comparable a lo sublime.
Los hados alumbraron mi nacimiento unos días antes de que Javeriana Estéreo hiciera su primera emisión el 7 de septiembre de 1977. ¿Cuál de los dos vivirá más tiempo? Nadie lo sabe. Por mi parte, celebro y maldigo al mismo tiempo este destino compartido, y también ese momento en que se me otorgó el privilegio y el dolor de pasar al otro lado del receptor y dejar de ser el oyente para convertirme en una de las voces, en uno de los motores de ese engranaje.
Hoy, años después, solo puedo afirmar que la felicidad es ese montón de pequeñas cosas que no están hechas para perdurar, pero en tanto sabemos que desaparecerán, estarán siempre en el corazón. Todo tiene su final, dice el gran Héctor Lavoe, y todo final es necesariamente trágico, pero ello demuestra que el amor no puede ser un sentimiento de medianías, que hay que morir y dejarse matar por aquello que se ama.
A esa emisora, que fue mi casa, dejé de ir hace varios años. Hay un momento inevitable en el que todo amor intenso debe terminar para que no destruya a quienes lo padecen. Bien dice Cesare Pavese que “nada es más inhabitable que un lugar en el que se ha sido feliz”, y como muestra de agradecimiento por esa felicidad que ya no deseo, allá quedará mi voz, errante y perdida, para que cual fantasma, recorra por mí esos rincones que me resultaría insoportable volver a transitar.
El pasado viernes Javeriana Estéreo cumplió 35 años. Van los versos del poeta como sentido homenaje:
Será por eso que la quiero tanto”.
JLB