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Cartel Urbano
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ELOGIO A LA MALA MÚSICA

Música para camaleones
Columna de Juan Serrano
 

Música para camaleones
Columna de Juan Serrano
 
La semana pasada me ufané aquí de un refinado gusto musical. Hablé de Leonard Cohen, de lo que le debo a su música, y lo hice citando a Machado, a Borges; trayendo a cuento a García Lorca. Todo con ese cruzadito de piernas, con la mano en el mentón, con ese ceño fruncido y la mirada al infinito. En definitiva: una pose, una fachada. Pero ya no más. Tengo el presentimiento de que la mayoría de personas están de vacaciones y que experimento de nuevo la libertad de saber que nadie va a leerme. Es como tener de nuevo la casa sola: puedo permitirme el placer de forrarme en cuero, sacar mi látigo y bailar bajo el relente de luna I’m a slave for you. Y aprovechar -de paso- esta cuartilla para hablar de mi placer culposo por la mala música.

Y me remonto a la infancia, a recorrer este país en el puesto de atrás. Porque este oído maleducado viene de ahí, de haber recibido mi primera educación sentimental en las carreteras de Colombia de la mano de Pimpinela, Ricardo Arjona y Diomedes Díaz. Con mi papá al volante y siempre bajo la dictadura musical de mi mamá,  desde la rendija de las canciones intentaba mirar el mundo de los adultos: me imaginaba la sensación del amor, me puse del lado del traicionado en la canción Ese hombre, y fabulaba sobre qué podía haber pasado en la vida de alguien para cantar desgarrado: "por eso vete, olvida mi cara, mi nombre y pega la vuelta". Pensaba, con la frente recostada contra el vidrio empañado en las mañanas más nubladas, que ya llegaría el día en que pudiera cantar al oído de alguna la canción Mujeres.

Pero la aterrizada fue de barriga. Crecimos, cobró sentido el verso "dime si él te conoce la mitad", y fuimos descubriendo –estoy hablando de mi generación, por eso el nosotros- que había en la música una serie de prejuicios entre lo bueno y lo malo, la civilización y la barbarie; una línea irrefutable entre poetas laureados y filipichines de canciones.

Así aprendimos a mirar con desdén las canciones de antaño. Y con esnobismo, con cierto facherío sentimental, algunos comenzaron a mirar por encima del hombro el amor del hombre corriente, considerando que un cariño moldeado de versos como "es que este amor es azul como el mar azul"; resultaba poca cosa. 

Mis amigas del colegio, que se habían acercado por vez primera a esas mariposas en el estómago teniendo a Arjona como banda sonora -"Cata, ¡es que escúchale esas letras!"-, aprendieron a fingir una risa de mueca ante los consabidos chistes de la legión tuitera ("Dios, llévate a Arjona y devuélvenos a Freddie Mercury").

Ninguno de nosotros, seguidores del guatemalteco, tuvo la valentía para enfrentar con estoicismo el embate. Decidimos reservar sus canciones para la más impenetrable intimidad, para la carpeta oculta del reproductor; relegar los discos de Arjona al lugar que en nuestra vida ocupan los placeres más culposos: la pizza hawaiana, la hamburguesa con piña, los frijoles con syrup, los bailes eróticos cuando la casa está sola. Que a nadie extrañe entonces, por solapados, nuestra suerte.

Marcel Proust dijo - y aquí vuelvo al ceño fruncido de la semana pasada- , que podemos odiar la mala música pero no despreciarla, pues se toca y canta con mucha más pasión que la buena. "Su lugar, nulo en la historia del Arte, es inmenso en la historia sentimental de las sociedades". Eso es, en verdad, lo que yo quería decir. Que las lágrimas que ha vertido este país por cuenta del vallenato romántico, las desea el más pretencioso poeta. Ya sé que me estoy clavando el puñal, que no será fácil recuperar el respeto. Quisiera poder decirles que el guión de mi vida tiene más de Bob Dylan que de Diomedes Díaz. Pero no puedo. En mi familia piensan en mí cuando suena Mi muchacho, y yo pienso en un viejo amor cuando escucho, entre copas, el vallenato Fantasía. Porque así sucede: el repertorio inolvidable, las canciones que nos recuerdan cierto aroma de días, no son siempre una elección consciente. La música -con independencia de su valor literario- se va posando en nuestras vidas sin plan preconcebido, por razones que nos superan. Negarlo nos pone al nivel de los que combinan frijoles con syrup; al nivel de los que, como yo, bailamos I’m a slave for you cuando tenemos la casa sola.

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