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Viajes de ketamina

Viajes de ketamina

Fotografía: Julián Pilonieta

Desde hace cerca de diez meses se vienen inyectando una sustancia que se utiliza generalmente como anestésico, pero tienen tal cantidad de moretones en los brazos que parece que llevaran más tiempo enganchados a la keta. El verdadero problema no es que se droguen, lo realmente alarmante es que lo están haciendo con jeringas compartidas. Casos como el de esta pareja de adolescentes motivaron al colectivo Échele Cabeza a divulgar un informe sobre el consumo de dicha droga en Bogotá. 

Sebastián Aldana Romero

—¿Me pueden quitar el torniquete del brazo? —pregunta ella, que tiene 16 años y es madre de una niña de dos, tras inyectarse 100 mg de ketamina por vía intravenosa. 

—¡No se haga eso! —le grita un amigo que está cerca, visiblemente asqueado al ver cómo le sangra la mano. Aun así, la ayuda a desatar el nudo del guante de látex.

—Ayer ella no quería chutarse y yo sí —reniega su novio, un dealer de 18 años, antes de inyectarse una dosis igual que la de ella. 

“La ketamina es un depresor utilizado con frecuencia en medicina y veterinaria como anestésico disociativo”, se explica en un informe de Échele Cabeza cuando se Dé en la Cabeza, un proyecto que surgió hace tres años con la idea de informar a los jóvenes sobre las drogas que consumen. 

Hoy se van de fiesta. Ya está todo listo: compraron en una veterinaria siete frascos a $20.000 cada uno, que equivalen a 35 chutes para ellos y un par de amigos.

—Afortunados ellos que la consiguen sin receta médica —dice, un tanto irónica, Totoya, una transexual que colabora con Échele Cabeza y que también consume ketamina, pero esnifada—. En Agrocampo, por ejemplo, piden fórmula. Yo la consigo con un dealer y un frasco me cuesta aproximadamente $30.000. 

Cada quien lleva su propia jeringa, aunque siempre terminan compartiéndola. Una recomendación de Échele Cabeza es, precisamente, utilizar material de inyección nuevo para evitar el contagio de VIH y hepatitis B y C. 

Cada quien lleva su propia jeringa, aunque siempre terminan compartiéndola.

—La ketamina —cuenta Totoya— llegó a Bogotá a principios de la década pasada, proveniente de Canadá y Estados Unidos, a donde van a dar las grandes producciones que exporta la India. Los primeros en probarla fueron miembros de la comunidad gay, sobre todo hombres homosexuales, que la conocían como “gato”.

Además de dependencia, el uso frecuente de ketamina genera dolores abdominales, problemas oculares, temblores, ansiedad, insomnio y psicosis. 

—A veces tengo pesadillas con agujas —dice él—. Cuando alucino, sólo veo el rostro de las personas que están a mi alrededor. En una ocasión lo único que veía era la cara de la novia de un parcero. Ella gemía y se mordía los labios. Después me di cuenta de que era porque estaban follando a mi lado.

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Las sensaciones más llamativas para las personas que consumen ketamina son las alucinaciones y estados oníricos, que a su turno pueden ocasionar estados extracorporales. 

—Me dolió. Sentí nervios. La sangre y la keta se volvieron una sola cosa —relata ella la experiencia del primer pinchazo. 

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—Si no la dejan ambos, no la van a poder dejar nunca —me dice el amigo que le soltó el torniquete a la joven.

Tras calentar motores, dejan el parque de los Hippies y se van a una rumba de drum & bass. Allí combinarán la ketamina con alcohol, marihuana, éxtasis, LSD y popper.

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Según las advertencias de Échele Cabeza, mezclar ketamina con alcohol, roches o metadona incrementa la probabilidad de padecer desvanecimientos o, lo que es peor, una sobredosis.

¿Una sobredosis? 

—Con la ketamina, el punto máximo es un “agujero k”: un estado en el cual nos bloqueamos para no recibir más. Sufrir una “sobredosis k” es muy difícil —asegura Totoya—. El “agujero k” es un sistema de salvaguarda. 

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♦♦♦

—¿Cómo estuvo la rumba? —les pregunto un par de días después.

—Con el drum & bass todo se le mete adentro del cuerpo y ruakruak —se apresura él a contestar.

Quienes han metido keta en rumbas de drum & bass coinciden en que este género ayuda a alterar los sentidos. 

—Lo que producen sus “tiempos rotos” es parecido a lo que se siente cuando el odontólogo le pasa la fresa a un paciente: “destemple total” —explica él.

—Yo no mezclaría la ketamina con una rumba crossover, en la que suene música bailable, tropical y esas cosas, ¡neh! Ya tuve un intento fallido —dice Totoya—. En una fiesta crossover nadie se preocupa por el sistema de luces, lo que la diferencia de una underground, en la que sí hay toda una preparación. El detalle va muy bien con la keta

"Yo no mezclaría la ketamina con una rumba  crossover". 

—Ese día de la rumba nos tomamos cuatro botellas de ron, mi perro —me cuenta él, pero rápidamente pierde el hilo de la conversación. 

Está recostado sobre una reja de la Universidad Pedagógica, a donde van a buscarlo varios clientes. Luego se voltea y mira por encima del hombro hasta ubicarla. Ella no puede contener el llanto.

—Terminamos y esta vez sí es definitivo. Igual yo sigo con la keta—advierte, reprimiendo un nudo en la garganta. 

—¿Qué pasó? 

—Me metí con otra nena. 

—¿También se chuta

—Sisas. 

En un solo día cayó dos veces en la Unidad Permanente de Justicia (UPJ). Lo sorprendieron con una jeringa en la mano, balanceándose sobre su eje a causa de la ketamina. Se le fue la mano. Su papá, además, está a punto de echarlo de la casa.

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—Estoy reofendido con la vida porque otra vez, en menos de una semana, todo está vuelto mierda, todo es un caos —dice y explota en llanto—. Me importa un culo mi salud, ñero. Se lo digo a usted, que ni siquiera lo conozco.

Él y ella seguirán inyectándose ketamina. Seguirán compartiendo sus jeringas con otros amigos. Seguirán yendo a fiestas de drum & bass, y en medio de la oscuridad y de los efectos de las luces se dejarán más y más moretones en los brazos. Seguirán viéndose, no para chutarse juntos, sino porque ella está embarazada otra vez.

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