
PERICO EN EL MENÚ
Esta noche tenemos dos tipos de cocaína: la normal, a 100 bolivianos (unos $25.000 pesos) el gramo y una más fuerte, a 150 (unos $37.000 pesos). El mesero acaba de tomar nota de nuestras bebidas y, como es habitual en este bar, nos ofrece el “plato principal”. Pedimos dos gramos de la buena y dos rones con Coca-Cola. Estamos en La Paz (Bolivia), en un local llamado Route 36.
El mesero regresa con la caja de un CD que deja en medio de la mesa. Al lado, dos pitillos y dos pequeños paquetes negros. Actúa tan normal que parece que nos estuviera sirviendo un sándwich y unas papas fritas. Se llama Roberto y lleva seis meses en este bar. Parece haberlo visto todo. “Vinieron unos australianos que se quedaron cuatro días. Se turnaban para dormir, y la única vez que salieron de aquí fue para usar el cajero automático”, nos cuenta.
“Como abren hasta la madrugada y sirven cocaína –me dijo un editor de un periódico boliviano–, los vecinos suelen quejarse rápidamente, por lo que se mudan todo el tiempo. Route 36 es una fiesta itinerante. Un día está en una zona y, de repente, reaparece en otra. Desde luego, es muy famoso entre los mochileros…”. Según él, hay más bares que ofrecen cocaína.
La ciudad del “todo vale”
Esta relativamente nueva atracción turística, este “turismo de la cocaína”, es posible por la combinación de una serie de factores, que van desde la connivencia de ciertos funcionarios públicos hasta una sensación de “todo vale”, en una ciudad liderada por el caos y el ejemplo nacional de su presidente, Evo Morales, un exproductor de la planta de coca que, además, lucha activamente por los derechos de los cultivadores.
En ningún otro lugar de Suramérica la producción de cocaína ha crecido tan rápido como en Bolivia. Informes de la Organización de las Naciones Unidas indican que mientras en Colombia descendió un 28% en 2008, en Bolivia se incrementó casi en un 10%. A principios de julio del año pasado, en el oriente del país se descubrió una inmensa fábrica de cocaína, capaz de producir más de cien kilos al día.
El laboratorio era administrado por colombianos y su desmantelamiento se convirtió en la última evidencia de que Bolivia es ahora el asentamiento preferido de los fabricantes de droga, muchos provenientes de Colombia, que huyen de la presión de los ejércitos colombiano y estadounidense. Fue el cuarto laboratorio hallado en 2009 por la policía boliviana.
Este negocio ilegal es tan fértil como los valles donde los nativos han cultivado coca durante los últimos cinco siglos. Terminar con el “turismo de la cocaína” en La Paz sería tan difícil como lo fue librar del alcohol a los estadounidenses durante la época de la ley seca, también llamada de la prohibición.
En esta ciudad, situada a 3.900 metros de altura, en la que subir dos tramos de escaleras hace que el corazón lata como un pájaro loco, se encuentra el Route 36, el primer bar del mundo que ofrece cocaína en su menú. De su techo cuelga una destartalada bola de discoteca que ilumina la habitación de verde y rojo alternativamente. En cada mesa hay velas, una pila de botellas de agua y cualquier tipo de mezcla alcohólica que el cliente quiera tomar, a cuatro dólares el trago.
Si no fuese por las cabezas agachadas, como las de los pájaros que rastrean la orilla del mar en busca de comida, sería difícil imaginar las cantidades de cocaína que se consumen en este lugar de la manera más casual y relajada. Todos aquí tienen una historia que contar: las últimas aventuras desde Ecuador, el mejor autobús para llegar a Perú o la mejor playa de la larga ruta hacia aquí.
“Todo el mundo conoce este sitio”, dice Jonás, un mochilero que llegó hace dos días. “Mi amigo vino a Bolivia el año pasado y me dijo que Route 36 es el mejor bar de toda Suramérica”. Puede que esto sea una exageración, dadas las animadas escenas que ofrecen ciudades como Bogotá y Rio de Janeiro. Pero, aunque no sea realmente el mejor bar, no cabe duda de que es el más peculiar y descarado.
Aunque la cocaína es ilegal en Bolivia, Route 36 es una parada obligada para cientos de turistas que visitan cada año el país y, entre otras ofertas, prueban esta droga, famosa por su disponibilidad (la venden incluso taxistas que pululan por las calles de la ciudad), precio (no más de $37.000 pesos el gramo) y pureza (de muchísima mejor calidad de la que se puede comprar en Estados Unidos o Europa).
Cualquiera que haya pasado por La Paz recientemente puede confirmar que conseguir cocaína es más fácil que comprar un adaptador para el computador o un teléfono celular.
Nadie parece sentirse incómodo o con miedo de que lo pillen. No hay agresivos traficantes de cocaína, ni porteros desafiantes en la puerta. “El dueño le paga a la gente adecuada”, dice uno de los meseros con una sonrisa.
Ocho horas entre droga
Aquí es normal, incluso, olvidar por un buen rato que la cocaína es ilegal. Pese a que no es 100% pura ni está cortada con speed, como algunos visitantes asiduos declaran, la cocaína de Route 36 es lo suficientemente fuerte para mantener hablando durante horas a sus consumidores.
“He viajado por el mundo durante nueve meses, desde el Indo (en Asia) hasta Argentina, y de todas las ciudades que he conocido La Paz ha resultado ser la más salvaje, y Route 36 el mejor bar de todo mi viaje”, escribe Russ, un blogger australiano.
Un mochilero de piernas largas de Newcastle (Gran Bretaña) se sienta en uno de los sofás que rodean una mesa y me dice: “¡Hemos traído a varios ‘vírgenes’! Ésta será su primera vez, así que nos la vamos a frotar en los labios… Nunca podrán conseguir cocaína tan pura de vuelta en casa. En Londres se pagan 50 libras (unos $140.000 pesos) por un gramo que ha sido adulterado tanto, que le duerme a uno los labios y lo hace ir al baño constantemente”.
“Y también le quema el cerebro”, pienso. La cocaína, como todo el mundo lo sabe, es realmente adictiva y muy destructiva. La idea que subyace bajo su ilegalidad es, se supone, proteger la salud pública, pero aquí, “embalado” en el Route 36, esas preocupaciones no existen.
Turismo en la cárcel de la coca
San Pedro, el penal más grande de Bolivia, alberga a 1.500 prisioneros, prácticamente sin vigilancia, y acoge una enorme fábrica de cocaína. Hay quienes, de hecho, esperan horas fuera de sus gruesas paredes hasta que un soborno les permita entrar a la prisión, donde pueden conseguir cocaína fresca por tan sólo ocho dólares el gramo. Incluso en la célebre guía Lonely Planet se dan indicaciones para ingresar en el centro penitenciario.
Los turistas pagan entre cinco dólares y cincuenta dólares (dependiendo de su capacidad negociadora), por una visita guiada. Ven a los reclusos trabajando en la cocina, limpiando los pisos, cuidando un pequeño huerto; a niños corriendo libremente, y, como en una ciudad pequeña, a los traficantes negociando en este patio del infierno donde mandan los internos.
A los turistas les encanta. Pueden estar de fiesta en la prisión, aspirando buena cocaína boliviana sin preocuparse de ser arrestados por la policía y de acabar en la cárcel, porque ya están en ella.
A principios de 2009, el Gobierno boliviano anunció que las visitas a la prisión de la cocaína se habían acabado. Kaput. No más. “Me pusieron aquí para detener el flujo de visitantes al penal para adquirir cocaína, pero los mochileros compran su acceso, hacen fiestas y hasta duermen aquí”, dice el nuevo director de San Pedro. “Estas rutas turísticas se hacen demasiado famosas y el gobierno las prohíbe, pero acaban reapareciendo; hay mucho dinero involucrado como para detenerlas”, dice un periodista de La Paz pide que omitamos su nombre.