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Lynchtown: la prueba de que el cine vive

Cartel Urbano

Foto tomada de: susan-fama.blogspot.com

Por: Rubén Darío Higuera

Miedo: Porque en la pantalla existe algo más que un número identificable de personajes. Risa: porque lo inesperado se vuelca sobre nosotros como una broma. Llanto: porque es la vida misma más allá de la vida. Preocupación: porque todo yace en una atmósfera de misterio que al parecer es indescifrable. Terror: porque no seremos los mismos. Un ramillete de sensaciones y de experiencias de las que uno no se puede recuperar. Todo esto es Lynch o, debiéramos decir, su cine.

David Keith Lynch nació en  Missoula el 20 de enero de 1946 ignorando que su paso por el mundo modificaría lenguajes y escenarios. Treinta y un años después, con el estreno de Eraserhead (1977), Lynch saldría de esa placenta anónima de sus obsesiones para conquistar y desafiar al mundo del cine, a la crítica y al modo de ver y entender el lenguaje cinematográfico.

Mucho se ha dicho de su manera de construir. Que es un vanguardista. Que está loco y sus visiones son el resultado final de sus películas. Que miente. Que su mundo artístico es semejante a su mundo onírico. Que huye. Que es un charlatán. Que no entendió jamás el cine. Que es un genio inigualable e irrepetible. Que es el cine. Y Lynch es y no es todo esto. Todos los improperios, todas las sinrazones, las más hirientes críticas alrededor de su obra no son más que una aproximación minúscula, aunque exacta, de lo que es su construcción poética.

Lynch ha venido a trastornar, a generar pesquisas, a cambiar el modo de ver y comprender el cine. Películas como Mullholland drive, Lost Highway o Inland Empire lo confirman: un cine hecho desde el espanto para el espanto, desde el sueño para el sueño; desde lo real para lo imaginario y de lo imaginario para lo imaginario; de lo posible para lo real. Un cine para ver con el oído, como bien nos lo advierte el inicio de la película Terciopelo Azul, en la que todo el universo cinematográfico y el aura de misterio de las escenas transcurren desde lo auditivo.  

Sólo basta estar ante una de sus películas y no parpadear (es imposible) ante lo que se nos presenta desde el otro lado. Luego vendrá la sensación de impotencia y de fracaso: la contemplación de un país o de una ciudad (Lynchtown) que nos negará el acceso. Sin embargo, vale la pena luchar hasta el final y recorrer sus calles, conocer su jerga y su gente. Lynchtown: la nueva forma de hacer cine.

Y ante la impotencia, el miedo y la agonía constante, no nos queda otra cosa que alegrarnos, ya que todo esto supone una esperanza, o como bien señala Michel Chion en su libro David Lynch: “que el cine no sea más el que era, es una prueba de que está vivo.”

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